HOMILÍA EN EL DOMINGO Vº DE CUARESMA

29 de Marzo de 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- En este último domingo de Cuaresma, la Palabra de Dios nos anuncia el contenido del Misterio que vamos a celebrar en la Pascua. El Señor, con su muerte en la cruz, manifestará su amor infinito al hombre, sellando con su sangre redentora un pacto de gracia que bien puede resumirse en estas palabras: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6, 54). La Alianza que Dios estableció en el Antiguo Testamento con Israel diciéndoles “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”, y que firmó con abundantes prodigios en favor de su Pueblo, culminará en Cristo con la Nueva y Eterna Alianza. Este nuevo pacto, ya definitivo e irrevocable, ha sido sellado, por voluntad del Padre, con la sangre del Hijo de Dios. Así lo anunció Jesucristo mismo al instituir la Sagrada Eucaristía en la última Cena, diciendo: “Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre que será derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados” (Ordin. Misa). El misterio que supone que Dios pacte con la humanidad una Alianza eterna, que la firme con su sangre, y que la ofrezca al hombre a cambio de que aproveche la gracia de Dios para salvarse, es lo que celebramos en la Semana Santa y, por tanto, en la Pascua.

La Alianza de Dios con su pueblo santo, con Israel que es la figura, y con la Iglesia que es la realización definitiva, expresa, de modo inteligible por el hombre, la permanente actitud de Dios con la humanidad. Actitud presidida por el amor infinito de Dios hacia sus criaturas. Amor que le lleva, sorprendentemente, a buscar la oveja perdida para reconducirla al redil.
El redil al que nos quiere conducir el Señor, no es el feudo de sus conveniencias o de sus intereses. Esto no cabe en Dios que es todo amor y perfección. El redil es el ámbito donde la persona humana puede realizarse desarrollando las cualidades que Dios le dio al crearle. Desarrollo cuyo camino muestra Dios a cada con su santa ley, y que se concreta en la vocación singular que le manifiesta en el momento oportuno.

La ley de Dios es un regalo del Señor, grabado en la conciencia de toda persona, lo reconozca o no. La ley divina debe regir el comportamiento individual y social, presidido por al reconocimiento de Dios como principio y fin de todo y de todos, y por el amor y respeto al prójimo como a uno mismo. Así nos lo anuncia por medio del Profeta Jeremías en la primera lectura de hoy: “Esta será la Alianza que haré con el Pueblo de Israel después de aquellos días, oráculo del Señor: Pondré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer. 31, 33).

2.- Con estas palabras que nos llegan a través del Profeta, Dios nos da a entender el motivo por el que es connatural a la naturaleza humana el sentido religioso y el recurso a Dios. Este sentido religioso se ha ido manifestando de muy diversas formas a lo largo de los tiempos, según las posibilidades de percepción y según las singularidades culturales en que se expresaban los distintos pueblos.

El mismo Dios ha ido ayudando a la humanidad, de muy diversas formas, para que descubriera la riqueza del precioso contenido de la ley divina y fuera encontrando la forma de cumplirla según las circunstancias que han ido con figurando a los distintos pueblos a lo largo de los siglos. No obstante, en un momento determinado, quiso iniciar su manifestación al pueblo de Israel para que fuera el depositario y referente de la ley de Dios hasta que llegara la revelación definitiva. Esta es la razón de los signos y profecías que encontramos en el Antiguo Testamento, o historia de la Antigua Alianza.

“Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley, para liberarnos de la sujeción a la ley y hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios” (Gal. 4, 4-5). Y ese Hijo, hecho en todo semejante al hombre menos en el pecado (cf. Filp. 2, 7), expresa, con su misma entrega redentora en la cruz, el cumplimiento pleno de la Alianza definitiva. Por un lado, manifiesta el amor de Dios ala humanidad hasta el extremo. Y por otra nos convoca a una vida alejada del pecado del que nos redimió en la cruz.

El Dios ofendido busca al hombre para procurarle la conversión. Por eso anunciará el profeta Jeremías que el Señor se manifiesta precisamente en su misericordia, que es la expresión más tierna y sublime del amor. “Todos me conocerán, desde el pequeño al grande, oráculo del Señor, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados” (Jer. 31, 34). El conocimiento de la bondad de Dios para con quienes le hemos ofendido ha de llevarnos, especialmente en estos días, a ejercitar actitudes de conversión, de arrepentimiento y de vuelta hacia el Señor, según hemos reconocido y pedido en el salmo interleccional: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (Sl. 50, 3-4).

3.- Habiendo recibido la misericordia de Dios, que nos devuelve al camino de la vida, nuestro cometido es conservarla y acrecentarla mediante la progresiva identificación con Cristo redentor. Esto supone una clara disposición al sacrificio que comporta la renuncia de cuanto brota de nuestras concupiscencias, para asumir limpiamente cuanto emana de la voluntad de Dios, que es la fuente de plenitud y de salvación. A este sacrificio alude hoy el autor de la Carta a los Hebreos dándonos el testimonio más ejemplar. Nos dice: “Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte” (Hbr. 5, 7). También a Cristo, Dios y Hombre verdadero, le costaba un gran sacrificio cumplir el encargo que el Padre la había hecho, y pasar por las pruebas y dolores que suponía la Pasión y muerte cruentas y humillantes que sabía que iba a tener que atravesar.

4.- No sería acertado concluir de esta reflexión que sólo el seguimiento de Cristo comporta sacrificio, austeridad y privación. Es muy importante que entendamos esto porque no son pocos los que piensan que el seguimiento de Cristo comporta sufrir una serie indefinida de mandatos y prohibiciones. Y no es así. Somos testigos de que todo proyecto de vida, cerca o lejos del Señor, lleva consigo la exigencia de esfuerzo y la necesidad de elegir, dejando unas oportunidades y asumiendo otras con gusto o a disgusto. Lo que el Señor nos da a entender a través de la carta a los Hebreos, es que también el camino de la salvación, que es el camino de la felicidad en la experiencia sublime del amor infinito, lleva consigo la necesidad de elegir; y, por consiguiente, implica el sacrificio de abandonar unas cosas para centrarnos en otras, como todos en cualquier camino o forma de vida.

En el seguimiento de Cristo se trata, nada más y nada menos que de compartir con Dios la gracia, que es participación de su misma vida; y de alcanzar la salvación eterna. Todo ello bien vale un sacrificio; sobre todo cuando el mismo Señor nos da ejemplo de ello y nos lo explica elocuentemente hoy en el santo Evangelio: “El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna” (Jn. 12, 25).

La expresión puede sembrar confusión si no se la entiende bien. No se trata de que el odio a sí mismo sea condición preliminar para alcanzar la vida de Dios. Nadie tenemos derecho a odiarnos ni a aborrecernos. Somos obra de Dios y hemos sido creados a su imagen y semejanza. Se trata de aborrecer lo que brota de nuestras concupiscencias y que, desde una mirada errónea, parece que es toda nuestra vida, el horizonte de nuestra plenitud y el camino de nuestra felicidad. De nosotros brotan con mucha facilidad el egoísmo, la pereza, la avaricia, la envidia, y tantos otros pecados más, a causa de nuestra limitación y torpeza, y como consecuencia del pecado en nuestra vida. Apartando de nosotros estos males, con esfuerzo y con la ayuda divina, podemos alcanzar la vida auténtica, la vida en Dios para la que fuimos creados y que es la esencia de nuestro proyecto auténticamente humano y sobrenatural, verdaderamente adecuado a los que somos y a lo que estamos llamados a ser.

5.- Qué consoladora es la palabra de Dios, y qué clarificadora es también frente a las confusiones que nos rodean y que nos avasallan en el curso de nuestra vida. En verdad estamos expuestos a influencias ideológicas, a presiones ambientales no siempre edificantes, y a la resistencia que nosotros mismos oponemos al bien desde nuestros instintos atraídos por lo inmediato, por lo terreno y por lo engañoso.

Pidamos al Señor que nos abra la inteligencia con la luz de la fe, y que fortalezca nuestra capacidad de decisión y constancia para la consecución del bien.

QUE ASÍ SEA

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