HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN PENITENCIAL

Catedral Metropolitana de Badajoz. Día 25 de Febrero de 2009


Mis queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,
queridos hermanos y hermanas, religiosas, miembros de Hermandades y Cofradías,
hermanas y hermanos todos participantes en esta celebración penitencial:

1.- Comenzamos hoy el Tiempo Litúrgico conocido por todos con el nombre de Cuaresma. Sabemos que este es un tiempo de penitencia; por eso debemos reflexionar sobre el significado auténtico de esta palabra; sólo así podremos llevar a buen término nuestro cometido cuaresmal.

El contenido de la palabra penitencia es muy rico en aspectos y matices. Además de referirse a uno de los siete sacramentos popularmente conocido como Confesión, que tiene su ambiente especialmente propicio en la Cuaresma, significa el cambio personal interior y exterior al que el Señor nos llama en la Cuaresma a través de la Iglesia.

El cambio interior, que hace posible el verdadero cambio de nuestros comportamientos, tiene como condición fundamental e imprescindible configurar, ajustar y sintonizar nuestra mente, nuestras actitudes y nuestra conducta a la verdad y a la voluntad de Dios nuestro creador y Señor; verdad y voluntad manifestadas por Jesucristo, Maestro y Redentor de los que buscamos la vida en la verdad, en la justicia y en el amor.

2.- Jesucristo inició su predicación con una clara llamada a la conversión interior de cada uno. En el Evangelio del próximo domingo, primero de Cuaresma, escucharemos este breve relato: “Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia” (Mc. 1, 14-15). El Señor nos llama claramente a purificar y cultivar nuestra fe en el Evangelio, en la enseñanza de Cristo. Enseñanza que está centrada en la Nueva y Eterna Alianza, sellada con la sangre de Cristo como expresión máxima del amor de Dios preocupado por nuestra salvación. Enseñanza que abre nuestra mente y nuestro corazón a la esperanza en la vida eterna, unidos a Dios en feliz intimidad. Felicidad que no podemos imaginar porque nos faltan puntos de referencia. Por tanto, la fe en la salvación eterna y feliz ha de fundamentarse exclusivamente en la promesa de Cristo, garantizada por la muerte y resurrección con que culminó su vida sobre la tierra, después de compartir en todo nuestra condición en todo menos en el pecado.

3.- Después de esta reflexión, las palabras de S. Pablo que hoy hemos escuchado tienen una fuerza especial y un tono que puede ganar nuestra acogida personal. El santo Apóstol nos exhorta y urge con estas palabras: “Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios” (2 Cor. 5, 20). La llamada a la conversión, a la ordenación de nuestra vida según la voluntad de Dios, se nos presenta en estas palabras como la decisión coherente con la fe en el Señor que decimos profesar. Se trata de hacer caso al Señor antes que a otras llamadas o tentaciones. Al mismo tiempo, la llamada a la conversión se nos presenta como una acción del Señor en nosotros a la cual debemos disponernos libremente: “dejaos reconciliar con Dios”, son las palabras de S. Pablo. Por tanto no puede haber una conversión auténtica si no va acompañada de nuestra gratitud al Señor que toma la iniciativa en nuestro proceso de santificación que va unido al consiguiente crecimiento cristiano. Por eso el mismo S. Pablo sigue diciéndonos hoy: “Os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios. Porque él dice: . Pues mirad: Ahora es tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación” (2 Cor. 6, 1-2).

El Señor, a través de nuestra Madre la Iglesia, nos ofrece el momento oportuno para la conversión, la gracia de Dios que nos dispone interiormente al cambio personal que necesitamos, la ayuda sobrenatural para llevar a término ese proceso de conversión, y el camino a seguir para que nuestros pasos nos lleven a la meta buscada y deseada..

4.- Aprovechar la gracia de Dios es y debe ser tarea cotidiana por nuestra parte. Expresándonos en nuestro lenguaje popular podríamos decir que Dios se desvive por nosotros. La muerte en la cruz es la muestra más clara de ello.

El Señor se da plenamente a cada uno y asume el sacrificio redentor a favor de cada uno. Al mismo tiempo nos garantiza las ayudas más adecuadas a cada uno, porque el Señor nos conoce perfectamente y nos orienta y ayuda en cada momento.

El proceso de conversión debe atender a múltiples aspectos de nuestra personalidad y de cuantos movimientos espirituales y corporales integran la sucesión de nuestra vida. Hoy el Señor nos propone algunos de ellos que, por conocidos, pueden pasarnos desapercibidos a pesar de su importancia. Sin embargo, podemos reconocerlos a través de una sencilla referencia. Es esta: cuando descubrimos en el prójimo esos vacíos, esos desequilibrios o esos errores no nos pasan desapercibidos. Más aún: nos llaman la atención y los calificamos negativamente.

5.- El Evangelio de S. Mateo nos recuerda las palabras de Jesús: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos” (Mt. 6, 1). “Cuando recéis no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas para que los vea la gente” (Mt. 6,5).

Esta enseñanza nos pone, con gran claridad, ante las actitudes interiores correctas que solo Dios puede conocer y a cuya adquisición nos invita razonadamente. La primera de estas actitudes tiene que ver con la intención que debe privar en todos los actos y aspectos de nuestra vida cristiana: obedecer a Dios sin doblez, dar gloria a Dios con sinceridad, presentar nuestras ofrendas a Dios con desprendimiento y decisión para que él nos transforme interiormente. Al fin y al cabo aspiramos a configurarnos con el Señor al modo como S. Pablo nos testimonia de sí mismo diciendo: “Vivo, mas no yo; es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20).

Cuando nuestra conducta se asemeja a la de los fariseos, no solo pecamos por falta de humildad, sino que, por mucho que sorprenda la expresión, encendemos una vela a Dios y otra al diablo. Las apariencias de lo que hacen los fariseos a que alude Jesucristo en su predicación, son buenas: practicar la justicia. Las intenciones, por el contrario, son malas: ser vistos y aplaudidos por los hombres.

Por la apariencia de lo que estamos haciendo damos la impresión de estar cumpliendo con la voluntad de Dios que nos pide oración, limosna, obras de justicia, etc. Pero si nos preocupamos de que se nos reconozcan socialmente esas buenas acciones, estamos procurando la alabanza o la consideración del prójimo y cultivando la vanidad, el orgullo, la prevalencia social, etc. Con ello, paradógicamente, estamos complaciendo al diablo y alejándonos de Dios.

6.- Al llamarnos a la conversión, el Señor pide a cada uno que procuremos la rectitud en las intenciones y la pulcritud en las acciones. Lo cual significa que hagamos las cosas exclusivamente ordenadas a su fin propio. Y la verdad es que no puede ser fin propio de un acto religioso la gloria propia, sino solo la gloria de Dios. Por eso, cada acción requerirá el buen estilo de su propia identidad y de su fin propio. Y ello, tanto si la acción va dirigida inmediatamente a Dios (por ejemplo, la oración), como si se refiere a Dios a través del prójimo que es imagen suya (por ejemplo, la limosna o la ayuda en otras necesidades). Toso se dirige a Dios y es Dios quien debe ser tenido en cuenta. Así nos lo enseña el mismo Señor predicando las obras de misericordia: “Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt. 25, 40).

Pero la rectitud de intención y la recta realización que nos pide el Señor en el obrar para avanzar en la conversión y, por tanto, en la propia santificación exige de nosotros que lleguemos a conocer y valorar el auténtico sentido de las actitudes y de las acciones que el Señor nos pide. De ahí la importancia que tiene, especialmente en la Cuaresma, la escucha atenta del santo Evangelio, la lectura religiosa de la palabra de Dios, la formación cristiana debidamente valorada y practicada, y la reflexión personal por la que podemos hacer carne propia cuanto el Señor nos enseña.

Cuando obramos así, brota en el alma una alegría interior que estimula en nosotros el sentido cristiano del pensar y del actuar, y propicia la esperanza que ha de sostenernos en el esfuerzo y el tesón propios del bien obrar. Por eso nos dice el Evangelio:”Cuando ayunéis no andéis cabizbajos, como los farsantes que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note no la gente sino tu Padre que está en lo escondido” (Mt. 6, 16).

Me parece importante destacar el simbolismo del perfume en el ayuno, como signo del gozo interior que ha de llenar el ánimo de quien está practicando la conversión hacia el Señor. El seguimiento del Señor no puede causar tristeza ni enojo. El acercamiento al Señor es acercamiento a la vida, a la verdad, a la justicia, al amor, a la libertad y a la felicidad. Por tanto, lejos de cualquier vanagloria, porque la conversión es obra de Dios en nosotros, el ejercicio de cuanto lleva consigo la conversión debe llenarnos de alegría, de la alegría de quien se siente querido y auxiliado por el Señor de cielos y tierra, hacia quien caminamos durante nuestro peregrinar terreno siguiendo las huellas de Jesucristo.

7.- Al recibir sobre nuestra cabeza la Ceniza que significa la inconsistencia de nuestra materialidad, la precariedad de nuestra contingencia, y nuestra insignificancia ante Dios Creador y Señor del universo, hagamos un claro propósito de conversión.

Procuremos que nuestra mente, nuestras actitudes y nuestros comportamientos sean cada vez más acordes con la enseñanza del Señor que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6) de cuantos creemos en él y esperamos de él nuestra plena salvación.

QUE ASÍ SEA

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