HOMILÍA EN LA CONSAGRACIÓN DEL NUEVO ALTAR DE LA CATEDRAL

Sábado, 28 de Febrero de 2009


Mis queridos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
dignísimas autoridades,
queridos miembros de la Vida Consagrada,
queridos seminaristas y fieles seglares todos:

1.- Después de la inauguración y presentación de las partes que han sido restauradas en esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana, y que ya pudieron contemplar ayer los interesados en ello, me cabe la enorme satisfacción de presidir esta solemne celebración de la Eucaristía. Al iniciar esta Liturgia, hemos bendecido la Sede episcopal, signo del magisterio que debe ejercer el Obispo como maestro en la fe para el servicio de fieles e infieles. Seguidamente hemos procedido a la bendición de las obras de restauración realizadas en el Presbiterio o Capilla Mayor de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana, significando en ello la bendición de cuantas han tenido lugar en el conjunto del Templo catedralicio. Al terminar la Homilía tendrá lugar la Consagración del Altar. En ella quedará significada la importancia de la sagrada Eucaristía, fuente y cumbre de toda acción litúrgica, que ha de ocupar el centro del Culto sagrado, de la vida de la Iglesia y de cada cristiano.

Tanto la predicación, que cuya finalidad es acercar a los fieles la inmensa riqueza de la palabra de Dios previamente proclamada, como la celebración del Sacrificio de Cristo constituyen la expresión del amor de Cristo redentor que sale al paso de nuestras necesidades como luz que nos desvela la verdad, y como camino que nos conduce a la vida. El amor de Dios, en todas sus manifestaciones, constituye la razón de ser de la Iglesia como esposa de Cristo y Cuerpo Místico suyo, y el fundamento y guía de toda acción pastoral y apostólica.

La Catedral recibe el nombre precisamente de la Cátedra; lugar desde el que el Obispo, Maestro de la fe, debe enseñar, evangelizar, estimular y orientar al pueblo de Dios. El centro de la Catedral, en cambio, es el Altar. Sobre él, Cristo, Palabra viva del Padre, se acerca a nosotros cada día haciendo presente para nuestra salvación los misterios de su Muerte sacrificial y de su Resurrección gloriosa, fuentes de nuestra salvación.

Con esta inauguración podríamos decir, pues, que significamos la necesidad y el propósito de renovar y cuidar, como corresponde a su dignidad, la predicación y la celebración de la sagrada Liturgia en esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana. Como primer templo de la Archidiócesis, y como lugar donde el Obispo preside la celebración de los sagrados Misterios, la Catedral debe ser, para todos los templos de la Archidiócesis, ejemplo y referencia en la celebración del Culto litúrgico y en la realización de los ejercicios de piedad popular. Por eso, aun habiendo escasez de sacerdotes, el Templo catedralicio goza de un Cabildo de Canónigos cuya dedicación principal, entre otras, debe ser el Culto sagrado celebrado con exquisito esmero y con la unción que merece. Y ello, con plena conciencia de que el Cabildo catedralicio representa permanentemente al presbiterio de la Archidiócesis junto al Obispo, y tiene como principal misión el ejercicio de la predicación y del Culto sagrado para gloria de Dios y bien de los fieles. De ahí la especial exigencia de preparación personal, de esmero en la realización de los actos de culto, y de generosidad en la atención de los fieles en la administración de los sacramentos y en los actos de piedad.

2.- Participar en la Consagración del Altar, como estamos haciendo los aquí reunidos hoy, constituye un signo elocuente de que es intención y compromiso nuestro, como Iglesia particular, unirnos a Cristo en su ofrecimiento al Padre como Víctima expiatoria de suave olor, como sacrificio agradable al Padre de las Misericordias y Dios de todo consuelo.

Como la Eucaristía hace a la Iglesia, según expresión del Papa Juan Pablo II, al participar consciente y gozosamente en la Consagración del Altar, lugar de la Eucaristía como Sacrificio y como Banquete, manifestamos, también, la voluntad de fortalecer nuestra integración consciente y activa en el Pueblo santo de Dios, y nuestro compromiso de celebrar cada Domingo los Misterios de nuestra redención según el mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía”(Palabras de la Consagración). Nuestra necesaria integración eclesial va a la par de nuestra progresiva santificación cuya fuente y fuerza están en la Comunión del Cuerpo de Cristo hecho Eucaristía para la salvación de todas las gentes.

3.- Pero el Altar no es sólo un espacio sagrado. Es, también, un conjunto de elementos tomados de la naturaleza y ordenados armónicamente por la mano del hombre como lugar del sacrificio, como centro de nuestra mayor dignificación, que es la configuración con Cristo en su muerte y resurrección redentoras. Por ello, en la fábrica de este Altar que vamos a consagrar, hay piedras diferentes por su procedencia y nobleza, madera bien seleccionada, bronce, plata y otras manufacturas artísticas con las que se ha querido construir un conjunto armónico y acorde con el fin a que se va a dedicar. Todos estos elementos conforman la unidad de una obra en la que significamos nuestra conciencia de la inmensa dignidad del Altar, y nuestra necesaria aportación al Sacrificio de Cristo. Así lo expresan las palabras del Sacerdote al ofrecer el pan y el vino: “Bendito seas, Señor Dios del universo, por este pan (y este vino) fruto de la tierra (de la vid) y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos...”( Ordinario de la Misa).

Con la armónica ordenación de todos estos materiales tomados de la creación, el Altar se convierte, a la vez, en un signo de la naturaleza entera ordenada a Dios por el rey de la creación que es el hombre, según el mandato divino: “Creced y multiplicaos y dominad la tierra” (Gn. 1, 28).

El Altar es la imagen de la Tierra entera. Sobre ella aconteció, en la plenitud de los tiempos, el maravilloso encuentro de Dios con el Hombre en Cristo Jesús. Así ocurre, también, cada vez que celebramos la sagrada Eucaristía. Sobre la Tierra, significada en el Altar, se elevó el monte del Sacrificio redentor con el que se abrían al hombre las puertas de la gloria y se hacía posible la esperanza contra toda desesperanza.

El Altar, a la vez que significa la dignidad de la naturaleza inanimada puesto que está incorporada a en construcción, la ennoblece más todavía. Así hizo el Hijo de Dios cuando asumió la naturaleza humana para entrar en el tiempo y en la historia, y para llevar a cabo nuestra redención. Era necesario este ennoblecimiento de la creación inanimada porque, siendo la naturaleza una criatura de Dios y, por tanto, buena desde su origen, había sido degradada desde Adán y Eva como instrumento de pecado. Al ser asumida por Cristo en su Encarnación y en su recorrido por la tierra, y al incorporarla nosotros a los elementos del Culto Sagrado, y en concreto al Altar, significamos nuestra voluntad de secundar la obra dignificadora iniciada por Cristo. Al integrar en el Altar los elementos de la naturaleza inanimada, reconocemos su dignidad y significamos la promoción y el respeto que la naturaleza merece como obra de Dios. De este modo, una vez más y ahora de un modo especialmente significativo, expresamos la dimensión religiosa de la auténtica ecología. La verdadera ecología se desarrolla como colaboración, por nuestra parte, a la redención de la naturaleza que ha de venirle a través de los hijos de Dios. Por eso la auténtica ecología no puede cometer el error de una arbitraria discriminación, como ocurre cuando se defiende con empeño los elementos del medio ambiente y se conculca, simultaneamente, la dignidad de la persona humana cuya vida merece todo el respeto, sea cual fuere su situación personal o social, desde el primer instante de su concepción hasta su muerte natural.

El Altar, así considerado, es imagen del Portal de Belén donde el Hijo de Dios entra en la historia compartiendo con nosotros el tiempo, la humanidad y la creación entera. Sobre el Altar se hace verdadera y realmente presente, por la consagración, Jesucristo glorioso, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad; el mismo que nació creció, predicó, se ofreció cruentamente en sacrificio expiatorio por nuestros pecados, y resucitó de entre los muertos para culminar la misión que el Padre le hab ía encomendado.

En esta misma línea podemos decir que el Altar es el signo por excelencia del Calvario, cumbre donde se celebra la acción redentora.

Y, puesto que el Altar es, al mismo tiempo, mesa del Banquete que el Padre de familia ofrece al hijo pródigo al recibirle en su casa con abrazo amoroso, se convierte en excelente sigo del amor salvífico de Dios y en prenda del banquete celestial.

El Altar, donde el Hijo unigénito de Dios se anonada tomando la condición de esclavo y cargando sacrificialmente con los pecados de la humanidad entera, es el lugar donde el hombre es elevado a la condición divina de hijo adoptivo de Dios. Es Cristo quien ha dicho: “Quien come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn. 6, 56)

Por todo ello, el Altar es el centro del Templo, imagen de la Iglesia; y es, al mismo tiempo, el centro de la vida cristiana porque, por la Eucaristía que en él se celebra y se reparte, crecemos como miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, Dios y hombre verdadero.

En el Altar se hace realidad para nosotros, cada día, la Alianza Nueva y Eterna que Jesucristo selló con su sangre. Y, participando de ese Altar, al recibir el Cuerpo y Sangre de Cristo, fortalecemos nuestra incorporación a la Alianza y afianzamos nuestra condición de redimidos y, por tanto, de herederos de la Gloria que Dios nos tiene preparada.

4.- El Profeta Isaías nos invita a mirar el Altar como signo de Cristo, que es la piedra angular del edificio eclesial y, consiguientemente, de la Nueva Humanidad creada en justicia y santidad verdaderas (Isaías 26,18; 8,14). Al venerar la Mesa del Altar con una devota reverencia cada vez que pasamos ante él, estamos cumpliendo religiosamente con la llamada que hoy nos hace el Salmo interleccional: “Ensalzad al Señor Dios nuestro, postraos ante el estrado de sus pies” (Sal. 99, 5). El Señor es la roca de nuestra salvación, y el Altar es la roca que significa la piedra angular que mantiene firme el edificio de la Iglesia universal Una, Santa, Católica y Apostólica. Del Altar, como de Cristo, que se hace presente en él, mana para nosotros el alimento de vida, el pan del caminante, la bebida que reconforta y la gracia que fortalece nuestro espíritu en la peregrinación por esta vida.

El Altar, de donde tomamos el alimento propio de la familia de los hijos de Dios, es el fundamento de nuestra fraternidad. Por tanto, en el Altar construimos la comunidad cristiana, hacemos Iglesia, contribuimos a expandir el Reino de Dios, proclamamos la salvación. El altar será el lugar donde se fortalece el ánimo apostólico.

5.- Demos gracias a Dios porque nos permite participar en esta solemne celebración, percatarnos de su rico significado y gozar de las gracia que en ella nos concede.

Pidamos al Señor, en esta solemne celebración que nos ayude a considerar el Altar en toda su riqueza; a valorar la dignidad que le corresponde y que significamos construyéndolo como una verdadera obra de arte; a venerarlo con religiosa unción; y a acercarnos a él con el gozo y la esperanza de quien sabe que va a encontrarse con el Señor, preparándonos en el banquete eucarístico para la felicidad eterna en la gloria junto a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

QUE ASÍ SEA

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