HOMILÍA EN EL DOMINGO IVº DE CUARESMA

22 de Marzo de 2009

Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
Queridos hermanos todos, religiosas y seglares:


1.- Mediada ya la santa Cuaresma, somos invitados por la sagrada Liturgia a orar al Señor unidos en la misma plegaria que, al comenzar la Santa Misa, he presentado a Dios con estas palabras: “Haz, Señor, que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las próximas fiestas pascuales”

Con una clara visión de la realidad humana, la Iglesia nos invita a pedir a Dios las actitudes de sincero interés y de generosidad. Ambas garantizan, de nuestra parte, la digna preparación personal y comunitaria para celebrar los principales Misterios del Señor en la Pascua, ya próxima. El interés y la generosidad hacen posible que nos “apresuremos”, conscientes de que todo tiempo es poco si queremos, en verdad, aprovechar el inmenso regalo de Dios que es la redención. No olvidemos que, cada vez que se celebran los Misterios del Señor en el seno de una comunidad cristiana, toda la Iglesia está presente en ella participando, como Cuerpo místico de Cristo, de la gracia que Cristo nos ofreció, de una vez para siempre, cuando aconteció lo que ahora celebramos.

Es muy importante, pues, que en estas fechas próximas a la Gran semana de los cristianos, acertadamente llamada “Semana Santa”, apuremos la debida preparación para que nuestra presencia en las celebraciones litúrgicas no sea pasiva, sino plenamente activa, pudiendo participar de la gracia que el Señor nos depara en ellas.

2.- La gracia mayor que el Señor nos ofrece consiste en poder unirnos a Él de tal modo, que su muerte nos ayude a morir también nosotros con Él, matando, en su misma raíz, las indebidas actitudes del alma y los comportamientos externos incorrectos. Morir con Cristo es morir al pecado; esto es: hacer que muera en nosotros el ánimo de autosuficiencia por el que, muchas veces, marginamos de nuestra vida a Dios, fundamentando nuestras actitudes y comportamientos sin contar con la voluntad de Dios. Eso es el pecado.

La muerte de Jesucristo fue el acto mayor de obediencia al Padre, la manifestación de que su vida era cumplir siempre y de modo exquisito la voluntad del Padre. Con esa actitud obediente hasta la muerte Cristo vencía definitivamente el pecado que es la desobediencia del hombre a Dios; desobediencia que viene siendo una constante en la humanidad desde Adán y Eva. De tal modo se ha extendido el pecado, excepto en la Santísima Virgen María, que S. Juan dice: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Jn. 1, 8).

La gracia de la unión con Jesucristo, que Dios nos ofrece en la celebración de los Misterios sagrados, nos capacita para ser plenamente lo que somos y lo que estamos llamados a ser. La unión con Cristo nos permite desarrollar satisfactoriamente nuestras capacidades. En consecuencia, unirnos a Cristo en la trayectoria de su vida y en la orientación que nos ofrecen sus palabras, nos acerca progresivamente al ideal de nuestra condición humana. Podemos decir que, en la medida en que estamos más cerca de Dios, nos acercamos más a la realización plena de lo que significa ser personas humanas. Quien es más de Dios es más plenamente hombre y plenamente mujer.

3.- Esta afirmación, totalmente cierta y perfectamente razonable, contrasta de modo notable con determinadas concepciones de la realidad humana, con la idea que se tiene de la dignidad indestructible de la persona, y con los criterios y formas de comportamiento que de ello se deducen. Por eso, muchos creen alcanzan mayor dignidad cuanto mayor es su independencia personal. Esta idea lleva a suprimir todo punto de referencia para el bien y el mal y para la orientación de la vida, que no sea el propio criterio en cada momento. En lugar de construir la propia vida en constante referencia a Dios, principio y fin de cuanto existe, se pretende que cada uno pueda ponerlo todo en relación consigo mismo. Por este camino, y en el mejor de los casos, podemos llegar a elaborar grandes listas de Derechos Humanos y de principios éticos para lograr convergencias que permitan la convivencia en paz en la pluralidad. Pero, lo que logramos y experimentamos es precisamente lo contrario.

Si cada uno construye su vida desde sí mismo, el bien común pierde sus claros perfiles; los derechos se convierten en escudos para defenderse de los propios deberes; y el principio del respeto a los demás queda notablemente reducido por la fuerza que los más poderosos ejercen sobre los más débiles e indefensos. En ese caso, el respeto deja de ser un derecho y un deber universal, y se convierte frecuentemente en un engaño demagógico que encubre otros intereses, no siempre honestos, aunque generalmente revestidos de razones de todo tipo que no gozan de razón suficiente; sobre todo si se juzgan desde la dignidad original de la persona humana. En esta situación es muy fácil que la voz de la fe se quede sola defendiendo la dignidad de la persona y sus derechos y deberes fundamentales. Derechos que asisten a todos desde su concepción hasta su muerte natural, sin discriminaciones a causa de su estado y de sus capacidades físicas, mentales o psicológicas

Todo esto es lo que se pone en juego en el caso del aborto, de la eutanasia, de la pretendida selección genética en el momento de la concepción, desechando despóticamente otros gérmenes de vida humana. Aunque estos comportamientos fueran universales, no estarían justificados; porque la vida humana pertenece solo a Dios que es su creador, y no es propiedad de ningún hombre, ni de ninguna mujer aunque sea la propia madre; ni cada uno puede intervenir legítimamente sobre su vida programando o decidiendo su muerte .

4.- Es cierto que cuando la reflexión humana parte de los propios criterios sin referencias objetivas y permanentes, como son las que Dios nos muestra por la revelación, la humanidad puede sentirse con suficiente autoridad para interpretar la realidad. Pero, sin entrar en más detalles que nos entretendrían indebidamente ahora, podemos concluir que los llamados avances logrados así, de espaldas a Dios, son auténticos retrocesos que degradan a la persona humana, siembran graves inseguridades y pueden motivar comportamientos cada vez más arbitrarios y manipuladores de las personas, las razas y los pueblos, superando los desórdenes de la más cruel esclavitud y de la más radical xenofobia. La historia ya nos ha dado muestras de ello. Pero el tiempo nos deparará mayores atrocidades cometidas bajo la bandera de los llamados, paradógicamente, derechos humanos, si se conciben y se practican como observamos en tantos aspectos y casos.

De espaldas a Dios, no se puede garantizar la permanencia de la vida familiar fundada en el amor y en los vínculos de la sangre; ni se puede lograr la justicia en las relaciones sociales; ni queda garantizado el cuidado de la vida de los demás como corresponde a la dignidad natural y universal de toda criatura humana.

De espaldas a Dios, se pretende que decidan las leyes impuestas por consensos mayoritarios, no siempre respetuosos con las minorías legítimas. Incluso se pretende jugar con los derechos de minorías y de mayorías, según convenga coyunturalmente a quienes disponen de los instrumentos de presión social. Por este camino la humanidad queda en manos de quienes, en cada momento y en cada lugar, ostenten el poder, no siempre basado en la verdad, sino apoyado por el respaldo social a una determinada ideología. Comportamiento éste, que lleva consigo todos los riesgos de molestos vaivenes desestabilizadores de la sociedad y de la misma paz interior de los ciudadanos.

5.- Desde que Dios nos creó a imagen y semejanza suya, somos más y mejor lo que somos, en tanto somos más de Dios, en tanto nos preocupamos más de acercarnos a Dios y de seguir el proyecto que su amor infinito ha trazado para que lleguemos a la plenitud y podamos disfrutar de la vida eterna. De ello nos hablan, con elocuencia de palabras y de testimonios divinos, los Misterios del Señor que nos preparamos a celebrar en la Semana Santa.

A pesar de estas consideraciones que manifiestan las torpezas y debilidades humanas causantes del pecado personal y social, nadie estamos autorizados a condenar a nadie. Nuestra vocación es la de amar y perdonar. Nuestro deber es ayudar a todos con la palabra, con el testimonio y con la oración. A ello nos llama también el ejemplo de Cristo que muere por amor a todos precisamente para que todos puedan salvarse por Él. Así nos lo enseña hoy S. Pablo diciendo: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia estamos salvados-, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él” (Ef. 2, 4).

Estas palabras de S. Pablo nos invitan a preguntarnos con valentía y sinceridad:

¿Estamos dispuestos a fundamentar nuestra vida en la voluntad del Señor, buscando su cercanía, y disponiéndonos a aprovechar la gracia que nos ofrece en las Celebraciones Sagradas?

¿Tenemos conciencia clara de que podemos haber sido elegidos por Dios, como los Apóstoles, para llevar a las gentes la palabra y el Testimonio de Jesucristo?

¿Queremos sinceramente, que nuestro prójimo descubra la verdad y oriente su vida desde la vocación y la voluntad de Dios que es principio y camino de plenitud?

6.- Siguiendo la enseñanza del Evangelio de hoy, miremos a Cristo crucificado. Mirémosle con los ojos del alma iluminados por la fe. En él está nuestra fuerza y salvación. Este es el camino de nuestra conversión cuaresmal. Y esta es la fuente de nuestra vida y la fuerza de todo apostolado al que estamos llamados por el Bautismo.

Que el Señor nos ayude a ser fieles a su vocación y a su gracia.

QUE ASÍ SEA

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