HOMILÍA EN EL DOMINGO Vº DE CUARESMA

29 de Marzo de 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- En este último domingo de Cuaresma, la Palabra de Dios nos anuncia el contenido del Misterio que vamos a celebrar en la Pascua. El Señor, con su muerte en la cruz, manifestará su amor infinito al hombre, sellando con su sangre redentora un pacto de gracia que bien puede resumirse en estas palabras: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6, 54). La Alianza que Dios estableció en el Antiguo Testamento con Israel diciéndoles “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”, y que firmó con abundantes prodigios en favor de su Pueblo, culminará en Cristo con la Nueva y Eterna Alianza. Este nuevo pacto, ya definitivo e irrevocable, ha sido sellado, por voluntad del Padre, con la sangre del Hijo de Dios. Así lo anunció Jesucristo mismo al instituir la Sagrada Eucaristía en la última Cena, diciendo: “Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre que será derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados” (Ordin. Misa). El misterio que supone que Dios pacte con la humanidad una Alianza eterna, que la firme con su sangre, y que la ofrezca al hombre a cambio de que aproveche la gracia de Dios para salvarse, es lo que celebramos en la Semana Santa y, por tanto, en la Pascua.

La Alianza de Dios con su pueblo santo, con Israel que es la figura, y con la Iglesia que es la realización definitiva, expresa, de modo inteligible por el hombre, la permanente actitud de Dios con la humanidad. Actitud presidida por el amor infinito de Dios hacia sus criaturas. Amor que le lleva, sorprendentemente, a buscar la oveja perdida para reconducirla al redil.
El redil al que nos quiere conducir el Señor, no es el feudo de sus conveniencias o de sus intereses. Esto no cabe en Dios que es todo amor y perfección. El redil es el ámbito donde la persona humana puede realizarse desarrollando las cualidades que Dios le dio al crearle. Desarrollo cuyo camino muestra Dios a cada con su santa ley, y que se concreta en la vocación singular que le manifiesta en el momento oportuno.

La ley de Dios es un regalo del Señor, grabado en la conciencia de toda persona, lo reconozca o no. La ley divina debe regir el comportamiento individual y social, presidido por al reconocimiento de Dios como principio y fin de todo y de todos, y por el amor y respeto al prójimo como a uno mismo. Así nos lo anuncia por medio del Profeta Jeremías en la primera lectura de hoy: “Esta será la Alianza que haré con el Pueblo de Israel después de aquellos días, oráculo del Señor: Pondré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer. 31, 33).

2.- Con estas palabras que nos llegan a través del Profeta, Dios nos da a entender el motivo por el que es connatural a la naturaleza humana el sentido religioso y el recurso a Dios. Este sentido religioso se ha ido manifestando de muy diversas formas a lo largo de los tiempos, según las posibilidades de percepción y según las singularidades culturales en que se expresaban los distintos pueblos.

El mismo Dios ha ido ayudando a la humanidad, de muy diversas formas, para que descubriera la riqueza del precioso contenido de la ley divina y fuera encontrando la forma de cumplirla según las circunstancias que han ido con figurando a los distintos pueblos a lo largo de los siglos. No obstante, en un momento determinado, quiso iniciar su manifestación al pueblo de Israel para que fuera el depositario y referente de la ley de Dios hasta que llegara la revelación definitiva. Esta es la razón de los signos y profecías que encontramos en el Antiguo Testamento, o historia de la Antigua Alianza.

“Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley, para liberarnos de la sujeción a la ley y hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios” (Gal. 4, 4-5). Y ese Hijo, hecho en todo semejante al hombre menos en el pecado (cf. Filp. 2, 7), expresa, con su misma entrega redentora en la cruz, el cumplimiento pleno de la Alianza definitiva. Por un lado, manifiesta el amor de Dios ala humanidad hasta el extremo. Y por otra nos convoca a una vida alejada del pecado del que nos redimió en la cruz.

El Dios ofendido busca al hombre para procurarle la conversión. Por eso anunciará el profeta Jeremías que el Señor se manifiesta precisamente en su misericordia, que es la expresión más tierna y sublime del amor. “Todos me conocerán, desde el pequeño al grande, oráculo del Señor, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados” (Jer. 31, 34). El conocimiento de la bondad de Dios para con quienes le hemos ofendido ha de llevarnos, especialmente en estos días, a ejercitar actitudes de conversión, de arrepentimiento y de vuelta hacia el Señor, según hemos reconocido y pedido en el salmo interleccional: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (Sl. 50, 3-4).

3.- Habiendo recibido la misericordia de Dios, que nos devuelve al camino de la vida, nuestro cometido es conservarla y acrecentarla mediante la progresiva identificación con Cristo redentor. Esto supone una clara disposición al sacrificio que comporta la renuncia de cuanto brota de nuestras concupiscencias, para asumir limpiamente cuanto emana de la voluntad de Dios, que es la fuente de plenitud y de salvación. A este sacrificio alude hoy el autor de la Carta a los Hebreos dándonos el testimonio más ejemplar. Nos dice: “Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte” (Hbr. 5, 7). También a Cristo, Dios y Hombre verdadero, le costaba un gran sacrificio cumplir el encargo que el Padre la había hecho, y pasar por las pruebas y dolores que suponía la Pasión y muerte cruentas y humillantes que sabía que iba a tener que atravesar.

4.- No sería acertado concluir de esta reflexión que sólo el seguimiento de Cristo comporta sacrificio, austeridad y privación. Es muy importante que entendamos esto porque no son pocos los que piensan que el seguimiento de Cristo comporta sufrir una serie indefinida de mandatos y prohibiciones. Y no es así. Somos testigos de que todo proyecto de vida, cerca o lejos del Señor, lleva consigo la exigencia de esfuerzo y la necesidad de elegir, dejando unas oportunidades y asumiendo otras con gusto o a disgusto. Lo que el Señor nos da a entender a través de la carta a los Hebreos, es que también el camino de la salvación, que es el camino de la felicidad en la experiencia sublime del amor infinito, lleva consigo la necesidad de elegir; y, por consiguiente, implica el sacrificio de abandonar unas cosas para centrarnos en otras, como todos en cualquier camino o forma de vida.

En el seguimiento de Cristo se trata, nada más y nada menos que de compartir con Dios la gracia, que es participación de su misma vida; y de alcanzar la salvación eterna. Todo ello bien vale un sacrificio; sobre todo cuando el mismo Señor nos da ejemplo de ello y nos lo explica elocuentemente hoy en el santo Evangelio: “El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna” (Jn. 12, 25).

La expresión puede sembrar confusión si no se la entiende bien. No se trata de que el odio a sí mismo sea condición preliminar para alcanzar la vida de Dios. Nadie tenemos derecho a odiarnos ni a aborrecernos. Somos obra de Dios y hemos sido creados a su imagen y semejanza. Se trata de aborrecer lo que brota de nuestras concupiscencias y que, desde una mirada errónea, parece que es toda nuestra vida, el horizonte de nuestra plenitud y el camino de nuestra felicidad. De nosotros brotan con mucha facilidad el egoísmo, la pereza, la avaricia, la envidia, y tantos otros pecados más, a causa de nuestra limitación y torpeza, y como consecuencia del pecado en nuestra vida. Apartando de nosotros estos males, con esfuerzo y con la ayuda divina, podemos alcanzar la vida auténtica, la vida en Dios para la que fuimos creados y que es la esencia de nuestro proyecto auténticamente humano y sobrenatural, verdaderamente adecuado a los que somos y a lo que estamos llamados a ser.

5.- Qué consoladora es la palabra de Dios, y qué clarificadora es también frente a las confusiones que nos rodean y que nos avasallan en el curso de nuestra vida. En verdad estamos expuestos a influencias ideológicas, a presiones ambientales no siempre edificantes, y a la resistencia que nosotros mismos oponemos al bien desde nuestros instintos atraídos por lo inmediato, por lo terreno y por lo engañoso.

Pidamos al Señor que nos abra la inteligencia con la luz de la fe, y que fortalezca nuestra capacidad de decisión y constancia para la consecución del bien.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO IVº DE CUARESMA

22 de Marzo de 2009

Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
Queridos hermanos todos, religiosas y seglares:


1.- Mediada ya la santa Cuaresma, somos invitados por la sagrada Liturgia a orar al Señor unidos en la misma plegaria que, al comenzar la Santa Misa, he presentado a Dios con estas palabras: “Haz, Señor, que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las próximas fiestas pascuales”

Con una clara visión de la realidad humana, la Iglesia nos invita a pedir a Dios las actitudes de sincero interés y de generosidad. Ambas garantizan, de nuestra parte, la digna preparación personal y comunitaria para celebrar los principales Misterios del Señor en la Pascua, ya próxima. El interés y la generosidad hacen posible que nos “apresuremos”, conscientes de que todo tiempo es poco si queremos, en verdad, aprovechar el inmenso regalo de Dios que es la redención. No olvidemos que, cada vez que se celebran los Misterios del Señor en el seno de una comunidad cristiana, toda la Iglesia está presente en ella participando, como Cuerpo místico de Cristo, de la gracia que Cristo nos ofreció, de una vez para siempre, cuando aconteció lo que ahora celebramos.

Es muy importante, pues, que en estas fechas próximas a la Gran semana de los cristianos, acertadamente llamada “Semana Santa”, apuremos la debida preparación para que nuestra presencia en las celebraciones litúrgicas no sea pasiva, sino plenamente activa, pudiendo participar de la gracia que el Señor nos depara en ellas.

2.- La gracia mayor que el Señor nos ofrece consiste en poder unirnos a Él de tal modo, que su muerte nos ayude a morir también nosotros con Él, matando, en su misma raíz, las indebidas actitudes del alma y los comportamientos externos incorrectos. Morir con Cristo es morir al pecado; esto es: hacer que muera en nosotros el ánimo de autosuficiencia por el que, muchas veces, marginamos de nuestra vida a Dios, fundamentando nuestras actitudes y comportamientos sin contar con la voluntad de Dios. Eso es el pecado.

La muerte de Jesucristo fue el acto mayor de obediencia al Padre, la manifestación de que su vida era cumplir siempre y de modo exquisito la voluntad del Padre. Con esa actitud obediente hasta la muerte Cristo vencía definitivamente el pecado que es la desobediencia del hombre a Dios; desobediencia que viene siendo una constante en la humanidad desde Adán y Eva. De tal modo se ha extendido el pecado, excepto en la Santísima Virgen María, que S. Juan dice: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Jn. 1, 8).

La gracia de la unión con Jesucristo, que Dios nos ofrece en la celebración de los Misterios sagrados, nos capacita para ser plenamente lo que somos y lo que estamos llamados a ser. La unión con Cristo nos permite desarrollar satisfactoriamente nuestras capacidades. En consecuencia, unirnos a Cristo en la trayectoria de su vida y en la orientación que nos ofrecen sus palabras, nos acerca progresivamente al ideal de nuestra condición humana. Podemos decir que, en la medida en que estamos más cerca de Dios, nos acercamos más a la realización plena de lo que significa ser personas humanas. Quien es más de Dios es más plenamente hombre y plenamente mujer.

3.- Esta afirmación, totalmente cierta y perfectamente razonable, contrasta de modo notable con determinadas concepciones de la realidad humana, con la idea que se tiene de la dignidad indestructible de la persona, y con los criterios y formas de comportamiento que de ello se deducen. Por eso, muchos creen alcanzan mayor dignidad cuanto mayor es su independencia personal. Esta idea lleva a suprimir todo punto de referencia para el bien y el mal y para la orientación de la vida, que no sea el propio criterio en cada momento. En lugar de construir la propia vida en constante referencia a Dios, principio y fin de cuanto existe, se pretende que cada uno pueda ponerlo todo en relación consigo mismo. Por este camino, y en el mejor de los casos, podemos llegar a elaborar grandes listas de Derechos Humanos y de principios éticos para lograr convergencias que permitan la convivencia en paz en la pluralidad. Pero, lo que logramos y experimentamos es precisamente lo contrario.

Si cada uno construye su vida desde sí mismo, el bien común pierde sus claros perfiles; los derechos se convierten en escudos para defenderse de los propios deberes; y el principio del respeto a los demás queda notablemente reducido por la fuerza que los más poderosos ejercen sobre los más débiles e indefensos. En ese caso, el respeto deja de ser un derecho y un deber universal, y se convierte frecuentemente en un engaño demagógico que encubre otros intereses, no siempre honestos, aunque generalmente revestidos de razones de todo tipo que no gozan de razón suficiente; sobre todo si se juzgan desde la dignidad original de la persona humana. En esta situación es muy fácil que la voz de la fe se quede sola defendiendo la dignidad de la persona y sus derechos y deberes fundamentales. Derechos que asisten a todos desde su concepción hasta su muerte natural, sin discriminaciones a causa de su estado y de sus capacidades físicas, mentales o psicológicas

Todo esto es lo que se pone en juego en el caso del aborto, de la eutanasia, de la pretendida selección genética en el momento de la concepción, desechando despóticamente otros gérmenes de vida humana. Aunque estos comportamientos fueran universales, no estarían justificados; porque la vida humana pertenece solo a Dios que es su creador, y no es propiedad de ningún hombre, ni de ninguna mujer aunque sea la propia madre; ni cada uno puede intervenir legítimamente sobre su vida programando o decidiendo su muerte .

4.- Es cierto que cuando la reflexión humana parte de los propios criterios sin referencias objetivas y permanentes, como son las que Dios nos muestra por la revelación, la humanidad puede sentirse con suficiente autoridad para interpretar la realidad. Pero, sin entrar en más detalles que nos entretendrían indebidamente ahora, podemos concluir que los llamados avances logrados así, de espaldas a Dios, son auténticos retrocesos que degradan a la persona humana, siembran graves inseguridades y pueden motivar comportamientos cada vez más arbitrarios y manipuladores de las personas, las razas y los pueblos, superando los desórdenes de la más cruel esclavitud y de la más radical xenofobia. La historia ya nos ha dado muestras de ello. Pero el tiempo nos deparará mayores atrocidades cometidas bajo la bandera de los llamados, paradógicamente, derechos humanos, si se conciben y se practican como observamos en tantos aspectos y casos.

De espaldas a Dios, no se puede garantizar la permanencia de la vida familiar fundada en el amor y en los vínculos de la sangre; ni se puede lograr la justicia en las relaciones sociales; ni queda garantizado el cuidado de la vida de los demás como corresponde a la dignidad natural y universal de toda criatura humana.

De espaldas a Dios, se pretende que decidan las leyes impuestas por consensos mayoritarios, no siempre respetuosos con las minorías legítimas. Incluso se pretende jugar con los derechos de minorías y de mayorías, según convenga coyunturalmente a quienes disponen de los instrumentos de presión social. Por este camino la humanidad queda en manos de quienes, en cada momento y en cada lugar, ostenten el poder, no siempre basado en la verdad, sino apoyado por el respaldo social a una determinada ideología. Comportamiento éste, que lleva consigo todos los riesgos de molestos vaivenes desestabilizadores de la sociedad y de la misma paz interior de los ciudadanos.

5.- Desde que Dios nos creó a imagen y semejanza suya, somos más y mejor lo que somos, en tanto somos más de Dios, en tanto nos preocupamos más de acercarnos a Dios y de seguir el proyecto que su amor infinito ha trazado para que lleguemos a la plenitud y podamos disfrutar de la vida eterna. De ello nos hablan, con elocuencia de palabras y de testimonios divinos, los Misterios del Señor que nos preparamos a celebrar en la Semana Santa.

A pesar de estas consideraciones que manifiestan las torpezas y debilidades humanas causantes del pecado personal y social, nadie estamos autorizados a condenar a nadie. Nuestra vocación es la de amar y perdonar. Nuestro deber es ayudar a todos con la palabra, con el testimonio y con la oración. A ello nos llama también el ejemplo de Cristo que muere por amor a todos precisamente para que todos puedan salvarse por Él. Así nos lo enseña hoy S. Pablo diciendo: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia estamos salvados-, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él” (Ef. 2, 4).

Estas palabras de S. Pablo nos invitan a preguntarnos con valentía y sinceridad:

¿Estamos dispuestos a fundamentar nuestra vida en la voluntad del Señor, buscando su cercanía, y disponiéndonos a aprovechar la gracia que nos ofrece en las Celebraciones Sagradas?

¿Tenemos conciencia clara de que podemos haber sido elegidos por Dios, como los Apóstoles, para llevar a las gentes la palabra y el Testimonio de Jesucristo?

¿Queremos sinceramente, que nuestro prójimo descubra la verdad y oriente su vida desde la vocación y la voluntad de Dios que es principio y camino de plenitud?

6.- Siguiendo la enseñanza del Evangelio de hoy, miremos a Cristo crucificado. Mirémosle con los ojos del alma iluminados por la fe. En él está nuestra fuerza y salvación. Este es el camino de nuestra conversión cuaresmal. Y esta es la fuente de nuestra vida y la fuerza de todo apostolado al que estamos llamados por el Bautismo.

Que el Señor nos ayude a ser fieles a su vocación y a su gracia.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA DOMINGO III DE CUARESMA

Día 15 de Marzo de 2009


La Palabra de Dios se dirige a nosotros en el tercer Domingo de Cuaresma con una advertencia fundamental y muy oportuna para nosotros en los tiempos que corren: “No tendrás otros dioses frente a mí” (Ex 20, 1)

1.- Parece que estas palabras delatan una postura absolutista de parte de Dios. La sensibilidad que se va imponiendo desde la cultura dominante es contraria a las referencias objetivas, a las afirmaciones rotundas, a la Verdad permanente, a la autoridad, a la manifestación sencilla de la conciencia que cada uno tiene de sí mismo de acuerdo con la fe que profesa y la educación que ha recibido. Parece que todo hay que disimularlo, o afirmarlo y asumirlo con apariencia de moderación, sin volcarse plenamente en ello, como si uno apenas creyera en lo que dice, y dando cabida a diversas imprecisiones, que algunos llaman matices, y que relativizan la verdad según la situación en que se encuentra cada uno.

Sin embargo, Dios no puede ser sometido a reducciones, ni a matices impuestos por las conveniencias de los hombres, ni a relativismos por los que se haya de quedar en segundo lugar o en un ámbito indefinido en relación con las personas y con el mundo. La razón es muy sencilla: en el momento en que pusiéramos a Dios en segundo lugar, o le equiparáramos a otras realidades, condicionando a esa valoración el respeto y obediencia que merece, en ese preciso momento dejaría de ser Dios para quienes así lo trataran. De este error, los perjudicados serían y son siempre las personas que obraran de ese modo.

Dios no pude dejar de ser Dios y, por tanto, infinito en su existencia, en su bondad y sabiduría; en su poder y en su gobierno providente; en su misericordia y en su autoridad sobre nosotros. Y cuando un ser es infinito, ningún otro puede serlo; o ninguno sería, en verdad, infinito; ninguno sería Dios. Eso es lo que pasaba a los pueblos antiguos que tenían varios dioses dando a cada uno atribuciones distintas; ninguna de ellas alcanzaba al infinito. Y, en esa situación, no teniendo un Dios verdadero y único, ¿cómo podríamos explicar el origen de cuanto existe, el orden del universo, y el sentido y la finalidad de cuanto existe?

2.- Sin Dios, el hombre queda perdido y abocado a la esclavitud de las realidades y de las fuerzas, apetitos, tendencias y aspiraciones que brotan espontáneamente de la propia contingencia, de la propia e inevitable versatilidad que depende, a su vez, de tantas y tantas circunstancias personales y ajenas, casi siempre imprevisibles.

Dios es la razón de nuestra vida y del tránsito a la existencia infinita y feliz que llamamos muerte. Por tanto, es Dios quien ilumina nuestra mente y nuestra conciencia para que podamos entender el carácter positivo de la enfermedad, del dolor, de la alegría, del éxito y del fracaso, como circunstancias que nos ayudan a forjar nuestra personalidad, a avanzar en nuestro desarrollo, a unirnos a Cristo en su cruz y en su resurrección, y a vivir en la esperanza, puesto que Dios nos ha prometido su ayuda y su bendición para que gocemos eternamente junto a él.

Pero Dios, para exigirnos que no tengamos doble servidumbre en nuestra vida, para presentarse como el único Dios, y para llamarnos a que obedezcamos y sigamos su palabra aprovechando su gracia, nos ha enseñado la verdad de sus palabras, de modo que podamos entenderla.

En la primera lectura de hoy nos dice: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud” (Ex 20, 1).

Estas palabras eran muy clarificadoras para el pueblo de Israel, porque este pueblo sabía muy bien que su liberación, el don más preciado de su historia como personas y como pueblo, estaba precisamente en lo que Dios había hecho por ellos, dándoles la victoria y la libertad, como un regalo frente a otros pueblos mucho más fuertes. Por tanto, el haber sido liberados por Dios, que es el único que se había manifestado con poder frente a otros pretendidos dioses y a pueblos tan fuertes como el pueblo egipcio, es para el israelita una razón, más que suficiente, para que la prohibición de no tener otros dioses que al único Dios liberador, sea muy bien entendida.

El pueblo de Israel sabía esto muy bien. Lo que ocurría a este pueblo es lo mismo que nos ocurre a nosotros; esto es, que nos olvidamos fácilmente de ello, empujados por la presión de las propias concupiscencias y de las diversas tentaciones llegadas de tan distintos frentes. Por eso, si observamos nuestra vida, veremos que con facilidad reducimos la atención que Dios merece, o amañamos la palabra de Dios y su Verdad objetiva, según nuestras propias conveniencias. Esto es lo que ocurre ante los mandamientos que el Señor grabó en nuestra alma desde el momento de la creación. Y así anda el mundo. El respeto a la vida, a la propia imagen, a la justicia, al compromiso matrimonial, a la verdad, etc. se hace depender, en cada momento, de los intereses personales o institucionales. Y se pretende justificar esa tergiversación mediante los llamados consensos sociales, e incluso mediante leyes que pretenden suplantar los derechos fundamentales de las personas, fundados en la ley natural, en la ley que Dios grabó en el corazón del hombre y de la mujer al crearlos.

4.- Para ayudarnos a la conversión en este tiempo de Cuaresma, Dios nos habla a través del salmista y nos advierte de que “la ley del Señor es perfecta y es descanso del alma… los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón” (Sal 18 8.9)

Si, verdaderamente llegáramos a descubrir por experiencia el bien que nos hace el cumplimiento generoso y bien motivado de la Ley de Dios, de la palabra de Cristo transmitida por la Iglesia, cambiaría nuestra vida; seríamos más generosos con Dios, más coherentes en nuestros comportamientos, más abiertos a la gracia de Dios, más lanzados a comunicar a los demás esa experiencia salvadora y esperanzadora en medio de los ajetreos y contrariedades del mundo. Seríamos verdaderamente apóstoles, ofreciendo al mundo el don más preciado que hemos recibido para compartirlo gratuitamente: el conocimiento y el amor de Dios y la promesa de salvación que nos enriquece con la esperanza frente a toda posible desesperación.

Para nosotros, además, la razón mayor, la razón contundente que ha de llevarnos a procurar acercarnos a Dios en la mente y en el corazón, en los criterios y en la vida, es la que nos presenta hoy el apóstol san Pablo dirigiéndose a los Corintios: tenemos un signo definitivo de la grandeza de Dios, del amor que nos tiene, del valor orientativo que tienen los mandamientos para que cada uno acierte en su vida. Este signo, que es al mismo tiempo garantía de verdad, está en la muerte y resurrección de Cristo. San Pablo, entendiendo que esto fuera escándalo para los judíos y locura para los gentiles, insiste en que en ello está la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1ªCor 1, 22ss.)

5.- El mensaje del evangelio, que hoy nos llama especialmente la atención porque sorprende ver a Cristo airado y obrando con especial fuerza contra los comerciantes del templo, nos enseña hasta qué punto puede llegar la mezcla de la ley de Dios con los intereses humanos. Esa mezcla de intereses lleva, según la escena evangélica a convertir en mercado y en centro de los propios negocios terrenos el mismo Templo, lugar sagrado por antonomasia y baluarte del pueblo religioso, casa de Dios y espacio de adoración y de ofrendas.

En cambio, si se les hubiera preguntado a los vendedores lo que pensaban tras del arrebato de Cristo, hubieran respondido que se les maltrataba y no se les comprendía; porque, al fin y al cabo, ellos no hacían otra cosa que facilitar a los devotos la materia de los sacrificios que deseaban ofrecer. Algo así como si estuvieran velando religiosamente por la recta oblación de las ofrendas. A veces somos tan sutiles para buscar la justificación a lo que hacemos, que llegamos incluso a engañarnos a nosotros mismos, pretendiendo justificar ante Dios incluso el mismo pecado.

La palabra de Dios nos presente hoy un objetivo claro para nuestra conversión: revisar las motivaciones que nos llevan a hacer lo que hacemos, a omitir lo que dejamos de hacer, a excusarnos ante Dios y ante los demás, y a irnos encerrando cada vez más en nuestra propia verdad, en lo que creemos o nos interesa creer que es la verdad, y que no nos libera sino que nos encierra en la esclavitud de nuestras propios errores y debilidades.

6.- Hoy vamos a instituir ministros de la Palabra y del Culto a unos jóvenes que se preparan para recibir el sacramento del Orden sagrado. La proclamación de la palabra de Dios y el servicio al Altar constituyen los elementos esenciales del ministerio eclesial. En la palabra de Dios resplandece la verdad que nos hace libres. Y en el altar del Señor se hace presente para nosotros, con toda su fuerza de amor y de salvación, el ministerio de Cristo redentor universal.

Al acompañar a estos jóvenes en el momento de ser elegidos para el ministerio de lectores y acólitos, demos gracias al Señor que ha despertado en ellos la vocación para la que les había elegido desde siempre; y asumamos la responsabilidad de ayudar a que los niños y los jóvenes descubran el gesto de predilección divina que consiste en llamarles a su santo servicio consagrado su vida al ministerio sacerdotal. En ello tenemos gran responsabilidad los padres, los sacerdotes, los catequistas y los educadores cristianos. Quizá nos falta algunas veces valentía o acierto para hacer la propuesta o la invitación con claridad y con la responsabilidad de asumir el necesario seguimiento de esa posible vocación.

7.- Pidamos al Señor que bendiga nuestras reflexiones para que, iluminados por su Palabra y ayudados por su gracia, lleguemos a descubrir la Verdad que nos hace libres, y a ordenar nuestra vida según la Verdad de Dios.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA DOMINGO II DE CUARESMA

Día 8 de Marzo de 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Hermanas y hermanos todos:

1.- En el tiempo de Cuaresma, el Señor nos va indicando con toda claridad y con gran elegancia, cual debe ser nuestra relación con Él, y cual ha de ser la orientación de nuestra vida para alcanzar la plenitud tanto en la dimensión humana como en la sobrenatural. Ambas dimensiones van unidas porque en el cristiano, es incoherente el desarrollo parcial o desequilibrado de la personalidad. Tanto la dimensión humana como la sobrenatural van siempre unidas; ambas integran, en cada uno de nosotros, la obra del Creador, y constituyen aspectos o dimensiones inseparables de la misma realidad personal.

2.- En ese proceso cuaresmal por el que el Señor nos va enseñando el camino de nuestra plenitud integral, y la consiguiente conversión personal para alcanzarla, la palabra de Dios nos enseña hoy lo que significa la confianza plena en Dios y nos invita a vivir en ella.

Esa confianza para ser plena y correcta, debe fundarse en la seguridad de que Dios está con nosotros. Y que está con nosotros no como espectador de nuestra vida, o como testigo y juez de ella, sino como verdadero aval nuestro ante el Padre, dando la cara por cada uno de nosotros, cargando con nuestros pecados y procurando gratuitamente nuestra salvación. Sabemos todos que Cristo dio su vida por cada uno, sin que nosotros mismos lo hubiéramos pedido.

S. Pablo, habiendo entendido bien este comportamiento del Señor con nosotros, en el que se concreta el cumplimiento de la Nueva y Eterna Alianza sellada con su Sangre, y animado por la inmensa confianza que brota en el corazón por todo ello, nos dice: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rom. 8, 31).

3.- ¿Qué puede significar esta afirmación de S. Pablo si sabemos bien que muchos estuvieron contra Jesús y no cesaron hasta condenarlo absurdamente como blasfemo, siendo él mismo Dios, y como traidor contra su pueblo, él que había venido para que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4)? El mismo Jesucristo advirtió lo que iban a sufrir sus discípulos predicando el Evangelio y viviendo de acuerdo con el Mensaje de salvación. Les dijo: “Cuidad de vosotros mismos. Os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa para dar testimonio ante ellos” (Mc. 13, 9). Y, a todos los que iban a seguir su camino a través de los tiempos, dice: “Surgirán numerosos falsos profetas que engañarán a muchos; y por la maldad creciente se enfriará el amor de la mayoría”. (Mt. 24, 11). ¿No es esto lo que está ocurriendo en nuestro tiempo y en nuestra sociedad? No en vano dijo el Señor: “Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos” (Lc. 10, 3).

Así ocurrió a los primeros cristianos, y así ocurre hoy de modo sorprendente en muchos países. Esto ocurre escandalosamente hoy en la tierra de Jesús y en los lugares donde nacieron las primeras comunidades cristinas de la gentilidad. Esto ocurre en otros países cuyos regímenes ideológicos no quieren aceptar nada ni nadie por encima de la pretendida autonomía y autosuficiencia humana, que sospechan y desean llegue a ser plena y absoluta.

4.- Entonces, si se mantiene la persecución y la adversidad, ¿qué significa que si Dios está con nosotros nadie estará contra nosotros? La respuesta es muy sencilla: quiere decir que si Dios está de nuestra parte y nosotros confiamos en su presencia y en su gracia, nadie podrá reducir plenamente nuestra identidad, nuestras actitudes y comportamientos cristianos, y el testimonio que lógicamente se desprenderá de todo ello ante el mundo. Y todo esto porque, el que cree y confía en el Señor como en su creador y redentor, descubre el sentido profundo y salvífico de cuanto le ocurre; sabe unir la gratitud a las alegrías, porque las entiende venidas de Dios como regalo. Y, cuando sufre desgracias o infortunios. entiende que son ocasiones para unirse a la cruz redentora de Cristo, contribuyendo con ello al perdón de los propios pecados y al sacrificio del Señor con el que ha salvado al mundo.

Esta es una gran verdad de la que debemos penetrarnos completamente, y que puede ser el crisol de nuestra fe.

5.- El proceso de nuestra conversión cuaresmal debe ponernos ante nosotros mismos con esta pregunta radical. Y debe ponernos ante ella con gran sencillez y humildad para alcanzar la respuesta verdadera. La pregunta es esta: ¿Confío siempre en Dios, o sólo cuando compruebo sensiblemente que las circunstancias materiales o terrenas pueden garantizar un buen final a la propia entrega en medio de la prueba y la adversidad?

Hoy contamos con importantes circunstancias y comportamientos ajenos que se oponen a la vida cristiana y a la acción pastoral apostólica. ¿Cuál es nuestra postura? ¿Esperar o exigir que lleguen las condiciones favorables para tomar en serio las exigencias evangélicas? ¿Sentirse excusado de poner el alma y la esperanza en la gracia de Dios mientras no parezca humanamente viable lo que no es obra humana sino divina; lo que no es obra nuestra sino de Dios a través nuestro?

6.- Debemos afianzar nuestra fe en que nadie podrá amordazar la palabra de Dios definitivamente, ni interrumpir su obra salvadora. A nosotros corresponde proclamar esta gran verdad, creyendo firmemente que es Dios mismo quien está empeñado en llevar a término la evangelización hasta lograr la redención universal.

Abraham fue probado hasta el fondo. Tenía que sacrificar a su hijo, y no adujo como excusa ni siquiera las entrañas de padre, la paradoja de que Isaac era su único hijo y la única esperanza para ser padre de una multitud inmensa como las estrellas del cielo y las arenas del mar, según la promesa que Dios mismo le había hecho al llamarle para ponerse en camino.

Abraham estaba dispuesto a obedecer a Dios hasta el final; y Dios le demostró que estaba con él y que su promesa no falla. Abraham, con fiando plenamente en Dios, pudo experimentar por sí mismo que la obra del Señor no es imposible aunque en algunos momentos lo parezca; que Dios no nos abandona al absurdo y al fracaso, a la incoherencia y a la banalidad, sino que está de nuestra parte y de parte de la obra bien hecha en su momento, si nosotros confiamos plenamente en él.

7.- ¿Será que entre nosotros flaquea la fe y la confianza plena de pastores y apóstoles? ¿Será que el Señor está apurando la prueba que debemos superar, como la apuró en Abraham hasta que detuvo su brazo levantado ya para sacrificar a su hijo? Ese es el momento preciso en que se manifiesta la verdad de nuestra obediencia y de nuestra confianza en Dios.

Tendremos que meditarlo. Yo creo que en este punto está la respuesta a muchos altibajos y desorientaciones en la vida cristiana, en la acción apostólica y en la constancia pastoral. Y hoy, más que nunca, necesitamos profundidad de fe, firmeza al confiar en Dios, y corazón abierto a la esperanza. Dios no defrauda.

8.- Junto a esta predicación, un tanto exigente y comprometedora, el Señor no cesa de ofrecernos garantías de su compromiso con quienes se comprometen con Él. Dios está atento a la debilidad humana y ofrece su ayuda con largueza y oportunidad. En el Evangelio de hoy nos presenta el hecho de la transfiguración gloriosa de Jesús ante unos discípulos perplejos a causa de la sorpresa que les causaba el anuncio de la pasión y muerte con que había de culminar su obra redentora.

A ojos humanos cabía pensar que la muerte de Cristo iba a terminar con todo lo que les había enseñado y prometido con su predicación. Sin embargo, en los planes de Dios, la muerte de Cristo iba a ser el comienzo y la garantía de la salvación. La Redención de los males causados por la desobediencia de Adán y Eva no podía llevarse a cabo más que por la obediencia plena de Cristo hasta la muerte. Por tanto, esa muerte no iba a ser el fracaso, sino la puerta del éxito. La muerte fue la puerta de la Resurrección. Y la Resurrección fue la garantía de que el sacrificio de Cristo había sido eficaz y de que en consecuencia, la redención se había cumplido.

Queridos hermanos: no podemos menos que plantearnos con toda sinceridad y seriedad por dónde andamos en lo que se refiere a la fe y a la confianza en Dios.

Quizá este quehacer deba ser el primer paso en el camino de nuestra conversión en orden a unirnos a Cristo y en orden a ser en Él y con El, luz del mundo y sal de la tierra.

No dudemos que el mundo necesita hoy testigos claros, fuertes, firmes y coherentes. Eso es lo que directa o indirectamente exigimos a los otros, tanto los pastores, como los educadores, los padres, etc., en la predicación, en la educación y en el apostolado. Tomemos en serio la convicción de que este deber nos toca a todos y cada uno de nosotros. No es solamente una verdad a predicar, sino un compromiso a cumplir.

9.- Pidamos al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen, valentía para hacernos los planteamientos que exige la oportunidad cuaresmal de conversión plena. Confiemos en la gracia del Señor que hace posible en cada uno, aquello que Dios pide a cada uno.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA DOMINGO I DE CUARESMA

Día 1 de Marzo de 2009


1. Celebramos hoy el Domingo Primero de Cuaresma. En la oración inicial de la Misa, hemos pedido al Señor, avanzar en la inteligencia del Misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud.

Es imposible vivir el Misterio de Cristo, que significa gozarnos de contemplar, admirar, agradecer y seguir el Amor infinito de Dios manifestado en Jesucristo, si no nos percatamos de lo que significa ese misterio, si no avanzamos en la inteligencia, en el conocimiento de lo que significa y supone para nosotros ese misterio.

2. Percatarnos de lo que significa ese misterio de Cristo requiere de nosotros:

- un esfuerzo por conocerlo doctrinalmente; esto es, aprender bien quién es Jesucristo y cuál ha sido su obra en el mundo en favor de los hombres. Este esfuerzo requiere la voluntad de formar nuestra inteligencia mediante la lectura y escucha, atenta y religiosa, de la Palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, lectura y escucha bien programada y bien asimilada. Dicha tarea nos exige darle un lugar en nuestra vida y, de modo especial en este tiempo de Cuaresma. De ahí que la Iglesia ofrezca actividades múltiples en los días que preceden a la Semana Santa y en los días de la misma Semana grande de los cristianos. En ellos abundan conferencias, retiros, jornadas, actos de piedad , predicación, etc.

Percatarnos de lo que significa y supone el Misterio de Cristo, requiere también

- un esfuerzo por experimentar el amor de Dios en su cercanía a nosotros. Ello implica destacar y acentuar, reservar y defender un tiempo para la meditación, para la oración, para acercarse a Dios en los Sacramentos y para valorar interiormente lo que hemos podido experimentar como obra del Señor en nuestro favor. Tengamos en cuenta que toda la creación y toda la Redención, la fundación de la Iglesia y la revelación completa, son obras del Señor a favor nuestro.

Con todo ello, el Señor nos prepara un lugar de vida, nos enseña el camino de nuestro peregrinar sobre la tierra, nos manifiesta su voluntad de perdonarnos y de estimular nuestro ánimo y nuestra esperanza para avanzar por el camino de la vida.

3. Por eso, el tiempo de Cuaresma es tiempo especialmente propicio para vivir los Sacramentos, preparando adecuadamente su recepción, agradeciendo al Señor sus dones, y procurando nuestra progresiva disposición a intimar con él. El Señor nos busca, nos espera y nos acoge con toda paciencia. Así nos lo manifiesta la segunda de las lecturas que hemos escuchado hoy. Nos llega a través de san Pedro que nos dice: “Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios” (1Pe 3, 18)

Esa muerte de Cristo repercute eficazmente sobre nosotros mediante el Bautismo. Es san Pablo quien nos lo explica: “Quienes con Cristo habéis sido sepultados en su muerte por el Bautismo, con él habéis resucitado a una vida nueva” (Col 2,12)

Por ese motivo, la Cuaresma ha sido en la Iglesia, desde el principio, el tiempo de preparación para el Bautismo, que se recibía en Pascua. Esa es la razón por la que, en la medida de lo posible, no se administran el Bautismo y la Confirmación durante la Cuaresma. Ambos son sacramentos de la Iniciación Cristiana. Ambos son sacramentos íntimamente relacionados entre sí por los que el aspirante se integra en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, Reino de salvación. Por estos sacramentos actúa, de modo profundamente renovador en nosotros, el Espíritu de Dios. De ello nos da razón la carta de san Pedro, cuya proclamación hemos escuchado. En ella, haciendo referencia al símbolo del Bautismo que tuvo lugar en el Antiguo Testamento mediante el Diluvio Universal, purificador de la humanidad pecadora, nos dice san Pedro: “Aquello fue un símbolo del Bautismo que actualmente os salva; que no consiste en limpiar de suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Jesucristo, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la Derecha de Dios” (1Pe 3, 21-22)

Queridos hermanos y hermanas: estamos en el tiempo oportuno para volvernos completamente hacia Dios, en criterios, pensamientos, actitudes y comportamientos. Este es el tiempo de la salvación. Por eso el Señor, en el santo Evangelio, nos dice hoy por mediación de san Marcos: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15)
Sería un error adentrarnos en la Cuaresma de modo rutinario y sin aprovechar la gracia concreta que el Señor ofrece a cada uno para impulsar nuestro crecimiento humano y sobrenatural.

El crecimiento en la gracia de Dios, en la intimidad y configuración con el Señor no puede andar disociado o separado del crecimiento humano en las virtudes que deben caracterizar la vida individual y social del cristiano. El Señor nos ha llamado a ser luz del mundo y sal de la tierra. Y esto no puede realizarse al margen de nuestro crecimiento integral, de nuestro perfeccionamiento humano, ayudados por la Gracia de Dios que obra en nosotros la trasformación interior y, por tanto, la decisión y el esfuerzo por avanzar en la perfección integral de toda la persona en sus diferentes dimensiones.

La Cuaresma, así entendida, es tiempo de renovación personal por la Gracia de Dios, y tiempo de renovación social por la intervención y el testimonio de los cristianos.

La Cuaresma, así entendida, no puede andar separada de un verdadero programa o propósito de purificación y de renovación personal.

Aprovechemos para ello, la Gracia que el Señor nos ofrece.

Procuremos aprovechar esa gracia viviendo la cercanía de Dios en el seno de la comunidad cristiana, rompiendo todo individualismo indebido y contrario a nuestra condición de miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia.

Pidamos a Santísima Virgen María, la gracia de la fidelidad y de la gratitud a Dios por cuanto nos ofrece en la Cuaresma.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA CONSAGRACIÓN DEL NUEVO ALTAR DE LA CATEDRAL

Sábado, 28 de Febrero de 2009


Mis queridos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
dignísimas autoridades,
queridos miembros de la Vida Consagrada,
queridos seminaristas y fieles seglares todos:

1.- Después de la inauguración y presentación de las partes que han sido restauradas en esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana, y que ya pudieron contemplar ayer los interesados en ello, me cabe la enorme satisfacción de presidir esta solemne celebración de la Eucaristía. Al iniciar esta Liturgia, hemos bendecido la Sede episcopal, signo del magisterio que debe ejercer el Obispo como maestro en la fe para el servicio de fieles e infieles. Seguidamente hemos procedido a la bendición de las obras de restauración realizadas en el Presbiterio o Capilla Mayor de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana, significando en ello la bendición de cuantas han tenido lugar en el conjunto del Templo catedralicio. Al terminar la Homilía tendrá lugar la Consagración del Altar. En ella quedará significada la importancia de la sagrada Eucaristía, fuente y cumbre de toda acción litúrgica, que ha de ocupar el centro del Culto sagrado, de la vida de la Iglesia y de cada cristiano.

Tanto la predicación, que cuya finalidad es acercar a los fieles la inmensa riqueza de la palabra de Dios previamente proclamada, como la celebración del Sacrificio de Cristo constituyen la expresión del amor de Cristo redentor que sale al paso de nuestras necesidades como luz que nos desvela la verdad, y como camino que nos conduce a la vida. El amor de Dios, en todas sus manifestaciones, constituye la razón de ser de la Iglesia como esposa de Cristo y Cuerpo Místico suyo, y el fundamento y guía de toda acción pastoral y apostólica.

La Catedral recibe el nombre precisamente de la Cátedra; lugar desde el que el Obispo, Maestro de la fe, debe enseñar, evangelizar, estimular y orientar al pueblo de Dios. El centro de la Catedral, en cambio, es el Altar. Sobre él, Cristo, Palabra viva del Padre, se acerca a nosotros cada día haciendo presente para nuestra salvación los misterios de su Muerte sacrificial y de su Resurrección gloriosa, fuentes de nuestra salvación.

Con esta inauguración podríamos decir, pues, que significamos la necesidad y el propósito de renovar y cuidar, como corresponde a su dignidad, la predicación y la celebración de la sagrada Liturgia en esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana. Como primer templo de la Archidiócesis, y como lugar donde el Obispo preside la celebración de los sagrados Misterios, la Catedral debe ser, para todos los templos de la Archidiócesis, ejemplo y referencia en la celebración del Culto litúrgico y en la realización de los ejercicios de piedad popular. Por eso, aun habiendo escasez de sacerdotes, el Templo catedralicio goza de un Cabildo de Canónigos cuya dedicación principal, entre otras, debe ser el Culto sagrado celebrado con exquisito esmero y con la unción que merece. Y ello, con plena conciencia de que el Cabildo catedralicio representa permanentemente al presbiterio de la Archidiócesis junto al Obispo, y tiene como principal misión el ejercicio de la predicación y del Culto sagrado para gloria de Dios y bien de los fieles. De ahí la especial exigencia de preparación personal, de esmero en la realización de los actos de culto, y de generosidad en la atención de los fieles en la administración de los sacramentos y en los actos de piedad.

2.- Participar en la Consagración del Altar, como estamos haciendo los aquí reunidos hoy, constituye un signo elocuente de que es intención y compromiso nuestro, como Iglesia particular, unirnos a Cristo en su ofrecimiento al Padre como Víctima expiatoria de suave olor, como sacrificio agradable al Padre de las Misericordias y Dios de todo consuelo.

Como la Eucaristía hace a la Iglesia, según expresión del Papa Juan Pablo II, al participar consciente y gozosamente en la Consagración del Altar, lugar de la Eucaristía como Sacrificio y como Banquete, manifestamos, también, la voluntad de fortalecer nuestra integración consciente y activa en el Pueblo santo de Dios, y nuestro compromiso de celebrar cada Domingo los Misterios de nuestra redención según el mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía”(Palabras de la Consagración). Nuestra necesaria integración eclesial va a la par de nuestra progresiva santificación cuya fuente y fuerza están en la Comunión del Cuerpo de Cristo hecho Eucaristía para la salvación de todas las gentes.

3.- Pero el Altar no es sólo un espacio sagrado. Es, también, un conjunto de elementos tomados de la naturaleza y ordenados armónicamente por la mano del hombre como lugar del sacrificio, como centro de nuestra mayor dignificación, que es la configuración con Cristo en su muerte y resurrección redentoras. Por ello, en la fábrica de este Altar que vamos a consagrar, hay piedras diferentes por su procedencia y nobleza, madera bien seleccionada, bronce, plata y otras manufacturas artísticas con las que se ha querido construir un conjunto armónico y acorde con el fin a que se va a dedicar. Todos estos elementos conforman la unidad de una obra en la que significamos nuestra conciencia de la inmensa dignidad del Altar, y nuestra necesaria aportación al Sacrificio de Cristo. Así lo expresan las palabras del Sacerdote al ofrecer el pan y el vino: “Bendito seas, Señor Dios del universo, por este pan (y este vino) fruto de la tierra (de la vid) y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos...”( Ordinario de la Misa).

Con la armónica ordenación de todos estos materiales tomados de la creación, el Altar se convierte, a la vez, en un signo de la naturaleza entera ordenada a Dios por el rey de la creación que es el hombre, según el mandato divino: “Creced y multiplicaos y dominad la tierra” (Gn. 1, 28).

El Altar es la imagen de la Tierra entera. Sobre ella aconteció, en la plenitud de los tiempos, el maravilloso encuentro de Dios con el Hombre en Cristo Jesús. Así ocurre, también, cada vez que celebramos la sagrada Eucaristía. Sobre la Tierra, significada en el Altar, se elevó el monte del Sacrificio redentor con el que se abrían al hombre las puertas de la gloria y se hacía posible la esperanza contra toda desesperanza.

El Altar, a la vez que significa la dignidad de la naturaleza inanimada puesto que está incorporada a en construcción, la ennoblece más todavía. Así hizo el Hijo de Dios cuando asumió la naturaleza humana para entrar en el tiempo y en la historia, y para llevar a cabo nuestra redención. Era necesario este ennoblecimiento de la creación inanimada porque, siendo la naturaleza una criatura de Dios y, por tanto, buena desde su origen, había sido degradada desde Adán y Eva como instrumento de pecado. Al ser asumida por Cristo en su Encarnación y en su recorrido por la tierra, y al incorporarla nosotros a los elementos del Culto Sagrado, y en concreto al Altar, significamos nuestra voluntad de secundar la obra dignificadora iniciada por Cristo. Al integrar en el Altar los elementos de la naturaleza inanimada, reconocemos su dignidad y significamos la promoción y el respeto que la naturaleza merece como obra de Dios. De este modo, una vez más y ahora de un modo especialmente significativo, expresamos la dimensión religiosa de la auténtica ecología. La verdadera ecología se desarrolla como colaboración, por nuestra parte, a la redención de la naturaleza que ha de venirle a través de los hijos de Dios. Por eso la auténtica ecología no puede cometer el error de una arbitraria discriminación, como ocurre cuando se defiende con empeño los elementos del medio ambiente y se conculca, simultaneamente, la dignidad de la persona humana cuya vida merece todo el respeto, sea cual fuere su situación personal o social, desde el primer instante de su concepción hasta su muerte natural.

El Altar, así considerado, es imagen del Portal de Belén donde el Hijo de Dios entra en la historia compartiendo con nosotros el tiempo, la humanidad y la creación entera. Sobre el Altar se hace verdadera y realmente presente, por la consagración, Jesucristo glorioso, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad; el mismo que nació creció, predicó, se ofreció cruentamente en sacrificio expiatorio por nuestros pecados, y resucitó de entre los muertos para culminar la misión que el Padre le hab ía encomendado.

En esta misma línea podemos decir que el Altar es el signo por excelencia del Calvario, cumbre donde se celebra la acción redentora.

Y, puesto que el Altar es, al mismo tiempo, mesa del Banquete que el Padre de familia ofrece al hijo pródigo al recibirle en su casa con abrazo amoroso, se convierte en excelente sigo del amor salvífico de Dios y en prenda del banquete celestial.

El Altar, donde el Hijo unigénito de Dios se anonada tomando la condición de esclavo y cargando sacrificialmente con los pecados de la humanidad entera, es el lugar donde el hombre es elevado a la condición divina de hijo adoptivo de Dios. Es Cristo quien ha dicho: “Quien come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn. 6, 56)

Por todo ello, el Altar es el centro del Templo, imagen de la Iglesia; y es, al mismo tiempo, el centro de la vida cristiana porque, por la Eucaristía que en él se celebra y se reparte, crecemos como miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, Dios y hombre verdadero.

En el Altar se hace realidad para nosotros, cada día, la Alianza Nueva y Eterna que Jesucristo selló con su sangre. Y, participando de ese Altar, al recibir el Cuerpo y Sangre de Cristo, fortalecemos nuestra incorporación a la Alianza y afianzamos nuestra condición de redimidos y, por tanto, de herederos de la Gloria que Dios nos tiene preparada.

4.- El Profeta Isaías nos invita a mirar el Altar como signo de Cristo, que es la piedra angular del edificio eclesial y, consiguientemente, de la Nueva Humanidad creada en justicia y santidad verdaderas (Isaías 26,18; 8,14). Al venerar la Mesa del Altar con una devota reverencia cada vez que pasamos ante él, estamos cumpliendo religiosamente con la llamada que hoy nos hace el Salmo interleccional: “Ensalzad al Señor Dios nuestro, postraos ante el estrado de sus pies” (Sal. 99, 5). El Señor es la roca de nuestra salvación, y el Altar es la roca que significa la piedra angular que mantiene firme el edificio de la Iglesia universal Una, Santa, Católica y Apostólica. Del Altar, como de Cristo, que se hace presente en él, mana para nosotros el alimento de vida, el pan del caminante, la bebida que reconforta y la gracia que fortalece nuestro espíritu en la peregrinación por esta vida.

El Altar, de donde tomamos el alimento propio de la familia de los hijos de Dios, es el fundamento de nuestra fraternidad. Por tanto, en el Altar construimos la comunidad cristiana, hacemos Iglesia, contribuimos a expandir el Reino de Dios, proclamamos la salvación. El altar será el lugar donde se fortalece el ánimo apostólico.

5.- Demos gracias a Dios porque nos permite participar en esta solemne celebración, percatarnos de su rico significado y gozar de las gracia que en ella nos concede.

Pidamos al Señor, en esta solemne celebración que nos ayude a considerar el Altar en toda su riqueza; a valorar la dignidad que le corresponde y que significamos construyéndolo como una verdadera obra de arte; a venerarlo con religiosa unción; y a acercarnos a él con el gozo y la esperanza de quien sabe que va a encontrarse con el Señor, preparándonos en el banquete eucarístico para la felicidad eterna en la gloria junto a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN PENITENCIAL

Catedral Metropolitana de Badajoz. Día 25 de Febrero de 2009


Mis queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,
queridos hermanos y hermanas, religiosas, miembros de Hermandades y Cofradías,
hermanas y hermanos todos participantes en esta celebración penitencial:

1.- Comenzamos hoy el Tiempo Litúrgico conocido por todos con el nombre de Cuaresma. Sabemos que este es un tiempo de penitencia; por eso debemos reflexionar sobre el significado auténtico de esta palabra; sólo así podremos llevar a buen término nuestro cometido cuaresmal.

El contenido de la palabra penitencia es muy rico en aspectos y matices. Además de referirse a uno de los siete sacramentos popularmente conocido como Confesión, que tiene su ambiente especialmente propicio en la Cuaresma, significa el cambio personal interior y exterior al que el Señor nos llama en la Cuaresma a través de la Iglesia.

El cambio interior, que hace posible el verdadero cambio de nuestros comportamientos, tiene como condición fundamental e imprescindible configurar, ajustar y sintonizar nuestra mente, nuestras actitudes y nuestra conducta a la verdad y a la voluntad de Dios nuestro creador y Señor; verdad y voluntad manifestadas por Jesucristo, Maestro y Redentor de los que buscamos la vida en la verdad, en la justicia y en el amor.

2.- Jesucristo inició su predicación con una clara llamada a la conversión interior de cada uno. En el Evangelio del próximo domingo, primero de Cuaresma, escucharemos este breve relato: “Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia” (Mc. 1, 14-15). El Señor nos llama claramente a purificar y cultivar nuestra fe en el Evangelio, en la enseñanza de Cristo. Enseñanza que está centrada en la Nueva y Eterna Alianza, sellada con la sangre de Cristo como expresión máxima del amor de Dios preocupado por nuestra salvación. Enseñanza que abre nuestra mente y nuestro corazón a la esperanza en la vida eterna, unidos a Dios en feliz intimidad. Felicidad que no podemos imaginar porque nos faltan puntos de referencia. Por tanto, la fe en la salvación eterna y feliz ha de fundamentarse exclusivamente en la promesa de Cristo, garantizada por la muerte y resurrección con que culminó su vida sobre la tierra, después de compartir en todo nuestra condición en todo menos en el pecado.

3.- Después de esta reflexión, las palabras de S. Pablo que hoy hemos escuchado tienen una fuerza especial y un tono que puede ganar nuestra acogida personal. El santo Apóstol nos exhorta y urge con estas palabras: “Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios” (2 Cor. 5, 20). La llamada a la conversión, a la ordenación de nuestra vida según la voluntad de Dios, se nos presenta en estas palabras como la decisión coherente con la fe en el Señor que decimos profesar. Se trata de hacer caso al Señor antes que a otras llamadas o tentaciones. Al mismo tiempo, la llamada a la conversión se nos presenta como una acción del Señor en nosotros a la cual debemos disponernos libremente: “dejaos reconciliar con Dios”, son las palabras de S. Pablo. Por tanto no puede haber una conversión auténtica si no va acompañada de nuestra gratitud al Señor que toma la iniciativa en nuestro proceso de santificación que va unido al consiguiente crecimiento cristiano. Por eso el mismo S. Pablo sigue diciéndonos hoy: “Os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios. Porque él dice: . Pues mirad: Ahora es tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación” (2 Cor. 6, 1-2).

El Señor, a través de nuestra Madre la Iglesia, nos ofrece el momento oportuno para la conversión, la gracia de Dios que nos dispone interiormente al cambio personal que necesitamos, la ayuda sobrenatural para llevar a término ese proceso de conversión, y el camino a seguir para que nuestros pasos nos lleven a la meta buscada y deseada..

4.- Aprovechar la gracia de Dios es y debe ser tarea cotidiana por nuestra parte. Expresándonos en nuestro lenguaje popular podríamos decir que Dios se desvive por nosotros. La muerte en la cruz es la muestra más clara de ello.

El Señor se da plenamente a cada uno y asume el sacrificio redentor a favor de cada uno. Al mismo tiempo nos garantiza las ayudas más adecuadas a cada uno, porque el Señor nos conoce perfectamente y nos orienta y ayuda en cada momento.

El proceso de conversión debe atender a múltiples aspectos de nuestra personalidad y de cuantos movimientos espirituales y corporales integran la sucesión de nuestra vida. Hoy el Señor nos propone algunos de ellos que, por conocidos, pueden pasarnos desapercibidos a pesar de su importancia. Sin embargo, podemos reconocerlos a través de una sencilla referencia. Es esta: cuando descubrimos en el prójimo esos vacíos, esos desequilibrios o esos errores no nos pasan desapercibidos. Más aún: nos llaman la atención y los calificamos negativamente.

5.- El Evangelio de S. Mateo nos recuerda las palabras de Jesús: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos” (Mt. 6, 1). “Cuando recéis no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas para que los vea la gente” (Mt. 6,5).

Esta enseñanza nos pone, con gran claridad, ante las actitudes interiores correctas que solo Dios puede conocer y a cuya adquisición nos invita razonadamente. La primera de estas actitudes tiene que ver con la intención que debe privar en todos los actos y aspectos de nuestra vida cristiana: obedecer a Dios sin doblez, dar gloria a Dios con sinceridad, presentar nuestras ofrendas a Dios con desprendimiento y decisión para que él nos transforme interiormente. Al fin y al cabo aspiramos a configurarnos con el Señor al modo como S. Pablo nos testimonia de sí mismo diciendo: “Vivo, mas no yo; es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20).

Cuando nuestra conducta se asemeja a la de los fariseos, no solo pecamos por falta de humildad, sino que, por mucho que sorprenda la expresión, encendemos una vela a Dios y otra al diablo. Las apariencias de lo que hacen los fariseos a que alude Jesucristo en su predicación, son buenas: practicar la justicia. Las intenciones, por el contrario, son malas: ser vistos y aplaudidos por los hombres.

Por la apariencia de lo que estamos haciendo damos la impresión de estar cumpliendo con la voluntad de Dios que nos pide oración, limosna, obras de justicia, etc. Pero si nos preocupamos de que se nos reconozcan socialmente esas buenas acciones, estamos procurando la alabanza o la consideración del prójimo y cultivando la vanidad, el orgullo, la prevalencia social, etc. Con ello, paradógicamente, estamos complaciendo al diablo y alejándonos de Dios.

6.- Al llamarnos a la conversión, el Señor pide a cada uno que procuremos la rectitud en las intenciones y la pulcritud en las acciones. Lo cual significa que hagamos las cosas exclusivamente ordenadas a su fin propio. Y la verdad es que no puede ser fin propio de un acto religioso la gloria propia, sino solo la gloria de Dios. Por eso, cada acción requerirá el buen estilo de su propia identidad y de su fin propio. Y ello, tanto si la acción va dirigida inmediatamente a Dios (por ejemplo, la oración), como si se refiere a Dios a través del prójimo que es imagen suya (por ejemplo, la limosna o la ayuda en otras necesidades). Toso se dirige a Dios y es Dios quien debe ser tenido en cuenta. Así nos lo enseña el mismo Señor predicando las obras de misericordia: “Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt. 25, 40).

Pero la rectitud de intención y la recta realización que nos pide el Señor en el obrar para avanzar en la conversión y, por tanto, en la propia santificación exige de nosotros que lleguemos a conocer y valorar el auténtico sentido de las actitudes y de las acciones que el Señor nos pide. De ahí la importancia que tiene, especialmente en la Cuaresma, la escucha atenta del santo Evangelio, la lectura religiosa de la palabra de Dios, la formación cristiana debidamente valorada y practicada, y la reflexión personal por la que podemos hacer carne propia cuanto el Señor nos enseña.

Cuando obramos así, brota en el alma una alegría interior que estimula en nosotros el sentido cristiano del pensar y del actuar, y propicia la esperanza que ha de sostenernos en el esfuerzo y el tesón propios del bien obrar. Por eso nos dice el Evangelio:”Cuando ayunéis no andéis cabizbajos, como los farsantes que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note no la gente sino tu Padre que está en lo escondido” (Mt. 6, 16).

Me parece importante destacar el simbolismo del perfume en el ayuno, como signo del gozo interior que ha de llenar el ánimo de quien está practicando la conversión hacia el Señor. El seguimiento del Señor no puede causar tristeza ni enojo. El acercamiento al Señor es acercamiento a la vida, a la verdad, a la justicia, al amor, a la libertad y a la felicidad. Por tanto, lejos de cualquier vanagloria, porque la conversión es obra de Dios en nosotros, el ejercicio de cuanto lleva consigo la conversión debe llenarnos de alegría, de la alegría de quien se siente querido y auxiliado por el Señor de cielos y tierra, hacia quien caminamos durante nuestro peregrinar terreno siguiendo las huellas de Jesucristo.

7.- Al recibir sobre nuestra cabeza la Ceniza que significa la inconsistencia de nuestra materialidad, la precariedad de nuestra contingencia, y nuestra insignificancia ante Dios Creador y Señor del universo, hagamos un claro propósito de conversión.

Procuremos que nuestra mente, nuestras actitudes y nuestros comportamientos sean cada vez más acordes con la enseñanza del Señor que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6) de cuantos creemos en él y esperamos de él nuestra plena salvación.

QUE ASÍ SEA