HOMILÍA EN LA APERTURA DEL AÑO SACERDOTAL

SANTUARIO DE SANTA MARÍA DE GUADALUPE
Viernes 19 de Junio, Festividad litúrgica del Sagrado Corazón de Jesús

Queridos hermanos en el episcopado, Obispos de Plasencia y Coria-Cáceres,
Queridos hermanos presbíteros,
Hermanas y hermanos todos:

1.- Sorprende constantemente el conjunto de circunstancias que el Señor va concitando para que, al final, puedan ocurrir las cosas tal como disponen su sabiduría y su amor infinitos. En la celebración que hoy nos reúne ocurre así. El Señor ha hecho coincidir la iniciativa del Papa Benedicto XVI en beneficio de los sacerdotes, con el 150 aniversario de la muerte del santo Cura de Ars, y con la fiesta litúrgica del Corazón de Jesús.

A través de todo ello, la Providencia divina nos habla con especial elocuencia. Mediante su palabra y mediante los hechos que configuran este encuentro, el Señor se dirige a cada uno de quienes le escuchamos con espíritu atento y religioso; y hoy, de un modo especial, se dirige a nosotros sacerdotes, al iniciar, a los pies de María Santísima de Guadalupe, el Año sacerdotal convocado por el Papa.

2.- El mensaje singular que el Señor nos transmite hoy a través de la Iglesia, se enmarca en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

Si admitimos, en principio, que Cristo nos muestra su corazón como centro de su identidad personal y mesiánica, no podemos menos que asumir que el núcleo central de la personalidad sacerdotal debe ser un corazón orientado y cultivado según el corazón de Cristo. A partir de ello, bien podemos decir que Dios necesita sacerdotes con corazón; con un corazón grande, sensible y fuerte. Un corazón capaz de abrirse en amor sin medida, hasta derramar las últimas gotas de las propias capacidades. Ese es el mejor testimonio de nuestra entrega, como Cristo, para que tengan vida quienes el Señor ha puesto en nuestro camino.

3.- La imagen del corazón de Cristo es la expresión intuitivamente más clara del amor que Dios nos tiene. Y el corazón abierto del Señor, hecho hombre como nosotros, nos enseña que Cristo nos ama con el amor que verdaderamente necesitamos y con el estilo del amor que podemos percibir y valorar aquí y ahora, desde nuestra condición humana enriquecida con el don de la fe.
Con la fuerza y la pulcritud del amor divino, Cristo manifiesta amarnos con amor humano. Por eso, para mostrar a sus discípulos la verdadera identidad de los elegidos, “tomó a un niño, lo puso en medio de ellos, y estrechándolo en sus brazos, les dijo: el que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge” (Mc. 9, 36-37).

Por eso, refiriéndose a la relación de Dios con el hijo pródigo, dice que “Cuando aun estaba lejos, su padre lo vio, y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos” (Lc. 15, 20).

Por eso, al encontrarse con María, la hermana de Lázaro ya muerto, y “al verla llorar, y a los judíos que también lloraban, lanzó un hondo suspiro y se emocionó profundamente” (Jn. 11 33); y cuando le mostraron el lugar donde habían sepultado a su amigo Lázaro, “Jesús rompió a llorar. Y los judíos comentaban: ¡Cómo lo quería!” (Jn. 11, 35).

4.- Cristo nos ama a cada uno según somos, y se acerca a nosotros con la elegancia y la exquisitez de quien une al amor el más profundo respeto. Con ello nos enseña a cultivar el corazón para ser capaces de amar[u1] a cada miembro de la familia, a los amigos, a los feligreses y a los que llaman a nuestra puerta como forasteros o desposeídos, según el estilo de relación correspondiente a su identidad personal e irrepetible. El Señor nos enseña a llorar con los que lloran y alegrarnos con los que se alegran, sintiendo vivamente en el propio corazón las alegrías y las penas que embargan el corazón ajeno.

El amor que Cristo nos enseña, mostrándonos su corazón divino y humano, quedaría en nosotros muy lejos de nuestras relaciones con las personas, si no es educado progresivamente uniendo, en armónico equilibrio, las dimensiones humana y sobrenatural que el Señor nos ha regalado. Dimensiones que han de tener simultáneo protagonismo al dar cauce legítimo y necesario a nuestro corazón sacerdotal.

Este proceso hacia el armónico equilibrio personal del Sacerdote, en el que se unen la naturaleza y la gracia, los afectos y los rechazos espontáneos, y la ascesis propia de nuestro celibato y de nuestra entrega pastoral, es obra del Espíritu Santo. Es el Espíritu del Señor quien realiza en nosotros el proyecto sacerdotal, y quien esculpe en el alma el estilo propio del nuestro obrar. Estilo que implica la unidad y el equilibrio interior que nos permitirá trabajar adecuadamente, con naturalidad y sencillez, sin zozobras ni disociaciones, sin falsos miedos, sin prejuicios, sin licencias ni inercias incorrectas, y con la alegría y la vitalidad de quien se siente elegido, ungido y enviado por Dios para ser ministros del Altísimo, profeta de la trascendencia y testigo del misterio en medio del mundo.

El estilo a que nos referimos, y que nos manifiesta el Corazón de Jesús, es la esencia de nuestra personalidad sacerdotal. La imagen del Corazón de Jesús es una manifestación excelente de la plenitud de su encarnación y la referencia para que aprendamos a vivir en el mundo según la vocación recibida.

5.- Desde estas consideraciones se percibe la suerte providencial que acompaña a la figura, a la fiesta y a la devoción del Corazón de Jesús, como la imagen del amor de Dios perceptible por los ojos del corazón humano. De ello nos da hoy testimonio elocuente la primera lectura de la misa, tomada del profeta Oseas.

¡Qué bellas palabras brotan del corazón de Dios dirigiéndose a su pueblo Israel. Palabras que podríamos aplicarnos como sacerdotes, sin caer por ello en abuso alguno:

“Cuando Israel era joven lo amé” ¿No hemos experimentado el amor de Dios desde nuestra infancia, y especialmente en nuestra juventud, cuando, en medio de tantas inestabilidades juveniles el Señor hizo permanente y fuerte la conciencia de ser llamados al ministerio sagrado?

“Yo enseñé a andar a Efraím, lo alzaba en brazos” ¿Recordamos aquellos momentos en que el misterio de un mundo desconocido y lejano, como pudo parecernos el sacerdocio en algunas ocasiones, sembraba de oscuridad e indecisión los pasos de nuestra vida y de nuestro desarrollo personal? ¿No reconocemos en la mano tendida de educadores y compañeros la dulce y discreta ayuda del Señor que nos invitaba y enseñaba amorosamente a caminar, librando nuestros pasos de peligrosos tropiezos, y llevándonos a avanzar por la senda de la fidelidad vocacional? ¿No hemos tenido la sensación de que, en alguno de los tramos del camino, de cuya dificultad guardamos vivo recuerdo, era el Señor el que nos alzaba en brazos para sortear de un salto las dificultades que podían bloquearnos el camino?

Con cuerdas humanas, con correas de amor lo atraía (sigue diciendo el Señor a través del Profeta)...me inclinaba y le daba de comer” (Os. 11, 1-4). ¿Es que tenía el Señor otro modo de retenernos junto a él, que atarnos con correas de amor que pudiéramos sentir en determinadas circunstancias y momentos propicios para ello? Pensemos en aquellas fervorosas pláticas, ejercicios espirituales, o testimonios verdaderamente impactantes que todos hemos recibido y que daban un vuelco a nuestro corazón llevándonos a ponerlo entero en manos de Dios?

¿No recordamos las ayudas y estímulos que nos han llegado en distintas ocasiones, con tal acierto y facilidad como si nos pusieran el alimento en la boca? Era el mismo Señor que se inclinaba a nuestro nivel y nos daba de comer, como nos dice a través del profeta, porque nos quería con tierno amor y velaba junto a nosotros con ese afecto que nos gana el alma entera.

6.- Queridos hermanos en el sacerdocio: dejemos que el corazón se explaye saboreando y cantando el amor de Dios, revivido ahora con la intensidad que favorece la gracia de este momento. Digámonos y digamos: ¡Qué grande es el amor de Dios! ¡Qué cerca de nosotros está siempre el Dios del Amor! ¡Qué incomparable obsequio nos ha hecho el Señor, amándonos y eligiéndonos para ser ministros de su santo amor! ¡Qué delicadeza de enamorado ha tenido el Señor con nosotros potenciando nuestra libertad y conduciéndonos respetuosamente por el camino del bien!

El amor de Dios ha sido tan grande que le ha llevado a acercarnos íntimamente a él en el sacerdocio. Y la grandeza del Sacerdocio es tal, que nos lleva a participar privilegiadamente del misterio y de la amorosa intimidad del corazón mismo de Dios. Así, lanzados desde el corazón del Señor, podremos llegar al corazón de quienes Él ha puesto en nuestro camino para que los llevemos al único y verdadero amor y puedan gozar del amor que transforma y ennoblece.

Dice S. Juan María Vianney: “¡El sacerdocio es algo grande! No se sabrá lo que es sino en el cielo. Si lo entendiésemos en la tierra, moriría uno, no de espanto, sino de amor” (citado por T. Morales en “Semblanzas”Ed. Encuentro, l994, t.VIII, pag. 32)

Nuestra correspondencia a Dios, a fuer de bien nacidos, debe ser siempre la gratitud constante. Y la mejor forma de gratitud a Dios por el amor que nos tiene, es procurar amarle más cada día. Y, si su amor se ha manifestado sobremanera llamándonos al Sacerdocio y obsequiándonos con el sacramento del Orden sagrado, nuestro crecimiento en el amor a Dios tendrá que ir parejo al crecimiento en el amor a nuestro sacerdocio y en el esmerado ejercicio del ministerio sagrado.

Es cierto que vivimos momentos difíciles que añaden aridez a las naturales dificultades de la cura pastoral. Así lo vivió también el Cura de Ars en el tiempo de su ministerio, bajo los efectos de la revolución francesa. Él mismo exclama alguna que otra vez: “Todos pasan de Dios” “Aquí no hay nada que hacer” “Yo mismo corro el peligro de perderme”(citado en ibidem.pag. 34). Esa era su impresión y también su cruz. Pero, ganado por el amor de Dios, aceptará sufrir amando.

Se entregó incansablemente a la formación y cuidado de los laicos, preparando grupos de apóstoles activos, lanzados y constantes. La Eucaristía, la oración y la devoción entrañable a la Virgen María le mantenían y le incitaban cada día con más ardor, con más celo pastoral y con más alegría y capacidad de sufrimiento al ejercicio del ministerio sagrado. Válgannos como testimonio y gran lección de este santo sacerdote, curtido en los talleres del amor divino, las palabras que dejó en uno de sus escritos: “¡Buen Jesús! ¡Conocerte es amarte! Si supiéramos cuánto nos ama Jesús, moriríamos de placer. La única felicidad que tenemos en la tierra: amar a Dios y saber que él nos ama... Dios trata al hombre interior con ternura de madre, que estrecha con sus manos la cabeza del hijo para cubrirle de besos y caricias!” (Ibd. Pag. 37-38).

Buena reflexión en el día del corazón de Jesús, y buen estímulo para profundizar en el amor de Dios que es el mejor alimento para ser fieles al sacerdocio recibido.

7.- Pidamos a la Santísima Virgen María que nos ayude a cultivar un corazón eminentemente sacerdotal, cerca del Corazón de Jesús, Maestro, amigo, modelo y ayuda de quienes hemos sido elegidos para ser profetas de su amor infinito.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DEL CORPUS CHRISTI

Catedral de Badajoz y con-Catedral de Mérida
Domingo 14 de junio de 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas, religiosas y seglares todos:


1.- Hoy es un día en que se unen, en el alma de todo cristiano consciente, un profundo y renovado acto de fe en el Sacrificio y Sacramento de la Eucaristía, y la voluntad de exaltación de este admirable misterio.

La Eucaristía es “fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG. 11), “por la que la Iglesia vive y se desarrolla sin cesar” (LG. 26).

En la Eucaristía el Señor “perpetúa por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confía a su esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura” SC. 47).

Por todo ello, al comenzar la santa Misa, he pedido al Señor para todos, que “nos conceda venerar de tal modo los sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de su redención” (Orac. Colecta).

2.- La exaltación de la Eucaristía, precedida por la renovación y fortalecimiento de nuestra fe en este inigualable sacramento, nos invita a dar gracias a Dios. Él nos ha elegido y nos ha capacitado para conocer este glorioso misterio; y nos ha llamado a participar en él y de él. Por esta participación consciente y viva podemos intimar con Cristo nuestro redentor y tener parte con él en la gloria.

3.- Es muy estimulante la respuesta de Israel cuando Moisés “contó al pueblo todo lo que había dicho el Señor y todos sus mandatos” (Ex. 24, 3). Nos dice el texto sagrado, cuya proclamación acabamos de escuchar, que “el pueblo contestó a una: Haremos todo lo que dice el Señor” (ibid).

El Señor nos ha hablado también a nosotros, dándonos un mandato, o encomendándonos la realización de lo que él inauguró en la última Cena. Nos cuenta el Evangelio, que Jesús, después de darles a comer el pan ya convertido en su Cuerpo, dijo a sus Apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (Lc, 22, 19). Este mandato no se refiere solo a la acción sacramental de la Consagración eucarística, reservada a quienes han sido constituidos sacerdotes por el sacramento del Orden, sino que tiene en cuenta el acto conjunto en el que Cristo da su Cuerpo vivo que reciben los que le acompañaban habiendo participado en todo el ceremonial de la última Cena. Por tanto, las palabras de Jesús, evocadas a la luz de la narración del libro del Éxodo, son una invitación, una llamada, una muy seria recomendación a participar del Sacramento de la Eucaristía.

4.- La participación eucarística, a la que nos convoca el Señor, tiene unos motivos muy serios que, en definitiva, redundan en nuestro propio bien; porque dice Jesús: “El que come de este pan vivirá para siempre”(Jn. 6, 51).

La Eucaristía, que es fuente de vida para la Iglesia, es fuente y garantía de vida eterna para nosotros, por cuanto que nos une íntimamente con Cristo, según él mismo nos dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (JN. 6, 56).

Es necesario que reflexionemos acerca del significado de la Eucaristía, y de la acción que realiza en quienes reciben el Cuerpo y la Sangre del Señor sacramentado, real y glorioso, el mismo que murió por nosotros, resucitó y está sentado a la derecha del Padre, donde ha ido para prepararnos un lugar.

5.- Ciertamente, el sacramento de la Eucaristía es un misterio inefable que desborda nuestras capacidades intelectuales. Pero también es cierto que el Señor nos ha regalado la fe por la que nuestra inteligencia alcanza razonablemente a conocer el contenido del misterio y a entender las palabras con que Jesús nos manifiesta la obra milagrosa y sorprendente que la Eucaristía realiza en nosotros durante nuestro peregrinar sobre la tierra.

Quienes hemos sido enriquecidos con el don de la fe, quienes hemos recibido la enseñanza de la doctrina de la Iglesia, y quienes hemos percibido el testimonio vivo de los cristianos enamorados de la Eucaristía, no podemos entretenernos jugando con dudas, con el deseo de experiencias sensibles en torno a los efectos de este sacramento, ni tenemos derecho a movernos en la rutina o la superficialidad. Es necesario que, coherentemente con la fe recibida, y aprovechando la oportunidad que el Señor nos concede ofreciéndose como alimento de vida y de salvación, aprovechemos la gracia de Dios y procuremos vivir intensamente la participación en la sagrada Eucaristía. Como signo de la importancia definitiva que ella tiene en nuestra vida, la santa Madre Iglesia preceptúa en su primer mandamiento la participación en la santa Misa todos los Domingos y fiestas de obligatoria celebración para los cristianos.

6.- Para que esto sea así, no podemos considerar la Santa Misa como un trámite a cumplir del modo más ligero y agradable, para no caer en responsabilidades espirituales negativas. Para que la Eucaristía llegue a ganar nuestro espíritu y produzca en nosotros los bienes que, en ella, nos ofrece Jesucristo, es muy conveniente asignarle un tiempo adecuado en el Día del Señor.

Es muy necesario prepararnos adecuadamente antes de que se inicie la celebración sagrada.

Es aconsejable, para ello, acudir al Templo con un tiempo suficiente antes de que comience la santa Misa. De este modo es posible disponer el ánimo y preparar el espíritu a la escucha atenta y religiosa de la Palabra de Dios, y a la realización consciente de cuanto nos brindan los ritos de la celebración eucarística.

Es muy oportuno participar periódicamente en el sacramento de la Penitencia para que nuestra alma esté bien dispuesta a la hora de recibir el Cuerpo del Señor.

Todo ello requiere el pequeño esfuerzo que lleva consigo, en esta vida tan ajetreada y veloz, y un
tanto aturdida por los abundantes requerimientos de todo estilo, programar cristianamente el fin de semana. Debemos entender que no basta con cumplir formalmente el precepto. Es imprescindible para nuestro bien, para el respeto a la Sagrada Eucaristía y, sobre todos, para corresponder coherentemente al Señor que nos la ha regalado, valorar y procurar la participación en la Santa Misa como el acto central del Domingo, que podemos celebrar ya desde la tarde del sábado.

7.- Vamos a pasear por las calles a Cristo Sacramentado, cantando alabanzas al Señor de cielos y tierra. Vamos a realizar un acto público y procesional en medio de nuestra ciudad, signo para nosotros del mundo en que vivimos. Coherentemente con ello, debemos estar orgullosos de nuestra condición cristiana y no ocultarla ante nadie por miramientos humanos.

Debemos ser tan generosos como respetuosos en la proclamación del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, y en la propuesta apostólica del seguimiento del Señor, fuente de vida y de salvación para quienes creemos en él. Que no haya contradicción entre la participación pública en las procesiones cristianas y la retirada o el silencio en cuando las circunstancias requieren nuestra manifestación y defensa de la luz y de la vida que nos ofrece el Señor.

Corren tiempos en que muchos enemigos de la Iglesia han perdido el equilibrio y no escatiman ocasión ni esfuerzo alguno, aunque no les apoye la razón ni la justicia, para presentar una ofensiva constante y sistemática. Nada de ello ha de entorpecer nuestra andadura cristiana y apostólica. Al contrario: debemos orar por ellos porque, en verdad, aunque saben lo que quieren, no alcanzan a valorar en toda su importancia ni lo que hacen ni lo que pretenden deshacer.

Debemos orar por ellos, sobre todo, porque en su ignorancia y en su obcecación, están privándose de los auténticos motivos y medios para alcanzar la felicidad que creen perder acercándose al Señor y siguiendo su Evangelio.

8.- Que la fiesta del Corpus Christi, Jornada especial de Caridad, nos acerque más al amor de Dios y nos ayude a vivir mejor el amor al prójimo, especialmente al prójimo más necesitado.
La crisis económica ocasiona graves necesidades materiales. Pero la crisis educacional y cultural, la crisis personal de fondo, que está en la raíz de todo ello, ocasiona mayores y más peligrosas carencias, no siempre percibidas como necesidades, y que dejan a las personas desposeídas de lo fundamental. A causa de esas carencias no reconocidas llegan a ser tan pobres, que no cuentan ni con los recursos para enfrentarse consigo mismos y resolver su problema interior.

9.- La Santísima Virgen María fue ejemplo de lo que debe ser la recepción y atención del Señor; fue testigo fiel y valiente del Misterio de Cristo, y se comportó siempre como madre solícita atenta a las necesidades del prójimo. Pidámosle que nos ayude a recibir al Señor, a mostrarlo apostólicamente a los demás, y a ser generosos en la atención a las necesidades del prójimo.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL CORPUS CHRISTI

Sábado, 13 de Junio de 2009


Queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:
queridos seminaristas:


Celebrando solemnemente la oración litúrgica de la tarde, iniciamos la gran fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor.

No podía Jesucristo dejarnos mejor herencia que su mismo Cuerpo y Sangre. Ellos constituyen el alimento imprescindible del alma para alcanzar la vida cristiana. Al mismo tiempo son el vínculo de unión fraterna entre quienes reconocemos a Jesús como el Mesías, como el Hijo unigénito de Dios Padre y Redentor nuestro.

El Cuerpo y la sangre del Señor, que nos queda en el sacramento de la Eucaristía, no es un valiosa reliquia ante la cual revivimos el recuerdo de Quien tanto hizo por nosotros liberándonos de la esclavitud del pecado. El Cuerpo y la Sangre del Señor son la realidad viva de Jesucristo, con su alma y divinidad. Es la Persona misma del Verbo: el que era desde el principio, el que se hizo hombre en las purísimas entrañas de la Virgen María, el que murió en la cruz para salvarnos, y el que resucitó de entre los muertos con su propio poder y majestad. Es Él mismo quien está presente en la Eucaristía, glorioso, aunque bajo apariencia humilde; como Rey de la creación y Señor de cielos y Tierra, aunque muchas veces olvidado por nosotros los cristianos, y solitario por ello en el sagrario de cada templo.

El Cuerpo y la Sangre de Cristo constituyen el memorial de la Pasión y de la Muerte por la que hemos recobrado la vida. Pero, al mismo tiempo, son, en la Eucaristía, un permanente canto divino a la humanidad que Dios nos ha dado como naturaleza propia desde la creación; naturaleza que Él asumió como el medio para acercarse de modo perceptible a nosotros, y para llevar a cabo el sacrifico de la redención.

Tomando nuestra naturaleza humana, Cristo manifestó claramente hacerse cargo de nosotros, cargar con nuestra realidad pecadora, con nuestra historia de desobediencias y contradicciones; y presentó al Padre el sacrificio de su obediencia perfecta, capaz de satisfacerle en justicia, la deuda que contrajimos por nuestra desobediencia compartida desde el pecado de Adán y Eva.
Tomando nuestra naturaleza humana Jesucristo rompió para siempre el maleficio que algunos consideraban inherente a todo lo material y, también por ello, al cuerpo humano. Cristo rompió la sospecha de que la perfección está exclusivamente en lo espiritual; y afirmó que está en la íntegra realidad de la persona, alma y cuerpo, regida por el espíritu, armónicamente equilibrado en la confluencia de sus diversas dimensiones: la humana y la trascendente, puesto que Dios, en el mismo acto de la creación, nos elevó al orden sobrenatural y nos enriqueció con su imagen y semejanza.

La Eucaristía es, pues, la presencia sacramental y permanente del Misterio de Cristo con toda su significación y dinamismo profético y salvador. De tal modo que, cuando comulgamos, anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva para consumar su juicio y salvación (cf. Aclamación después de la Consagración).

La Eucaristía es, también, la referencia constante que nos permite poner la mirada en Jesucristo y, reconociéndole como el primogénito de la nueva humanidad, poder profundizar en nuestra propia identidad personal como miembros de la humanidad redimida, como imagen y semejanza de Dios, y como miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

La Eucaristía, por cuanto que es el mismo Cristo triunfante y glorioso, como verdadero Dios que es, constituye la indicación viva y completa del objetivo de nuestra conversión: alcanzar la transformación definitiva en la santidad plena. Pero, por cuanto que es, también, el mismo Cristo encarnado, que compartió con nosotros los avatares de la historia vinculado a nuestra humanidad como verdadero hombre, nos acerca al modelo del hombre auténtico, de la persona humana en su plenitud.

La contemplación de la Eucaristía es imprescindible para vivir nuestra dimensión humana y terrena, y nuestra dimensión sobrenatural y divina. Por eso, el Señor afirmó: “Si no comiereis la Carne del Hijo del hombre y no bebiereis su Sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn. 6, 53). En cambio, “el que come mi Carne y bebe mi Sangre, habita en mí y yo en él, y yo le resucitaré en el último día” (Jn. 6, 54). Palabras por las que debemos entender que nuestra relación con el Cuerpo y la Sangre de Cristo sacramentado, va logrando nuestra identificación con él. Identificación que, sin llevarnos a perder nuestra condición limitada y contingente, propicia el crecimiento en la imagen y semejanza de Dios que somos, y nos acerca progresivamente a la perfección en todas las dimensiones que integran nuestra realidad tal como Dios la quiso y la quiere.

La perfección humana en su integridad no se agota en la individualidad. Por el contrario, rompe con todo individualismo. La imagen y semejanza de Dios, que llevamos impresa como elemento necesario de nuestra realidad, nos convoca esencialmente a la relación con Dios y con los hermanos. Dios es amor y vive plenamente volcado en íntima relación entre las tres divinas Personas. Y, además, por la vivencia del Amor, que es la esencia misma de Dios, vive saliendo de sí y volcándose en favor de la creación entera. Por ello la sustenta y gobierna con su providencia. Y, en lo que al hombre se refiere, da su misma vida y se queda entre nosotros, como hoy estamos celebrando.

De tal modo lo entendió así el pueblo fiel, que no cesó hasta lograr que la Iglesia elevara a la condición de fiesta solemne y universal la veneración y exaltación del Cuerpo y la Sangre sacramentados del Señor.

S. Pablo, considerando esa dimensión esencial de Dios, que es el amor, y dando a entender que el amor es activo y produce la unión entre quienes se aman, nos invita a vivir ese amor entre los cristianos. Y como la fuente del amor divino, que debe animar todo amor humano, está en la Eucaristía, Sacramento del Amor por antonomasia, nos dice: “El pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?”(1 Cor. 10, 16).Por tanto, concluirá: comiendo ese pan, nos unimos a Dios y a los hermanos. Y así lo dice: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”(1 Cor. 10, 17).
Aunque todas las relaciones posibles ayudan al acercamiento personal, la verdadera comunión, la auténtica unión fraternal con los hermanos, que constituye la nota característica de la Iglesia, no se logrará sin la Eucaristía. Cristo es quien nos une a Dios y a los hermanos.

Preparémonos debidamente a participar mañana en la Eucaristía llenándonos de Dios en Jesucristo hecho Eucaristía, y demos con ello un paso importante en la fraternidad eclesial tan necesaria para que haya auténticas comunidades cristianas.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE PENTECOSTÉS

Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar
Domingo, 31 de Mayo de 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos miembros de los movimientos y asociaciones apostólicas,
hermanas y hermanos todos:

1.- Recibid mi saludo cordialísimo en este encuentro celebrativo. En él se cultiva nuestro acercamiento al Señor, que se hace presente en su Palabra y en su Eucaristía. Al mismo tiempo, con esta celebración se propicia nuestro mutuo conocimiento en orden a esa imprescindible colaboración eclesial con la que debemos llevar a término la vocación que hemos recibido del Señor.

Estamos llamados a ser apóstoles en el mundo para que la luz de Cristo brille en las familias, en las escuelas, en los talleres, en los hospitales, en las universidades, en los parlamentos, en los centros de planificación familiar, en el ámbito de los deportes, de las artes y de los planes de desarrollo.

El Papa Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Christifideles laici, cuyo vigésimo aniversario estamos celebrando, nos dice que “los fieles laicos...pertenecen a aquel Pueblo de Dios representado por los obreros de la viña, de los que habla el Evangelio de Mateo”(o.c. 1). E insiste en ello diciendo que “la llamada (a trabajar en la viña del Señor) no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo” (o.c. 2).

2.- El ministerio evangelizador, que compete a todo cristiano desde el Bautismo, ha sido presentado por los Padres del Concilio Vaticano II como una tarea urgente. Por eso “este sagrado Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo” (AA. 33, citado por o.c. 2).

Es muy importante considerar que el Concilio, al insistir en la llamada del Señor a los laicos, añade: “Sientan los jóvenes que esta llamada va dirigida a ellos de manera especialísima; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad” (ibd.).

También yo quiero insistir en esta llamada a los jóvenes. Considero un error mirar a los jóvenes simplemente como los hombres del mañana y como simples destinatarios de la acción educativa de los adultos. Los jóvenes tiene un cometido como tales en la Iglesia y en el mundo y, consiguientemente, como bautizados, quedan insertos en el grupo de los llamados a evangelizar en este mundo adverso y en esta sociedad laicista. El Señor cuenta con ellos. La Iglesia, lógicamente, también.

Tengamos en cuenta que el apoyo para el proyecto de atención a la Iglesia naciente, que Cristo apuntó desde la cruz, quedó plasmado en unas relaciones materno filiales entre una Mujer y un joven: María y Juan. Con ello, el Señor nos dejó entender bien claramente, que todos necesitamos atención, ciertamente. Pero que los jóvenes pueden y deben asumir también su responsabilidad respecto a los mayores y al mundo en que viven. De hecho, las palabras del Evangelio nos manifiestan que Juan recibió a María como responsabilidad suya: “La recibió como suya” (Jn. 19, 27), dice el texto sagrado. La incluyó como destinataria preferente de sus cuidados.

3.- Asumir la responsabilidad apostólica supone conocer la situación real del momento histórico en que hemos sido llamados. En este momento abunda un desconocimiento del Evangelio en los aspectos más fundamentales. Desconocimiento que resulta más difícil de remover por la cantidad de prejuicios negativos acerca de Jesucristo y de la Iglesia, que predisponen a la no aceptación siquiera del anuncio del mensaje. Frente a ello, poco podemos hacer si medimos exclusivamente las fuerzas humanas con que contamos, y que tienen un denominador común en los ámbitos personales e instrumentales: somos cada vez menos y más pobres en relación con los recursos de quienes, día a día, ponen en crisis ante la gente la credibilidad de la Iglesia, de sus Pastores y de sus fieles.

Existe una bien orquestada campaña que va minando la fiabilidad de la Iglesia como fuente de criterio doctrinal y moral, y como referencia válida para orientar los comportamientos propios de una sociedad moderna, avanzada y abierta al progreso.

Sin embargo, nosotros sabemos muy bien que Cristo es la luz del mundo (cf. Jn. 8, 12), y que andan en las tinieblas quienes no le siguen.

Sabemos muy bien que la verdad evangélica es razonable; que, aunque la revelación nos sitúa ante el misterio, no por eso resulta fantasiosa o carente de lógica la predicación de Jesucristo. Tampoco carece de fuerza razonable la fiel actuación de la Iglesia en lo que concierne a la transmisión del mensaje de Jesucristo. Otra cosa es que, en los juicios sobre la Iglesia, se unan y confundan la actuaciones de sus miembros y la fiabilidad de su acción magisterial asistida por el Espíritu Santo.

4.- Sabemos que preocupan especialmente la defensa de la vida desde el primer instante de su concepción hasta la muerte natural; la llamada al respeto que merece toda la creación y, muy especialmente toda persona, por ser obra de Dios; poner límites a las diversas manipulaciones de personas, de la familia, de la escuela, de la Iglesia y de otras instituciones, que tiene su motivo en los más variados intereses inconfesados y que se presentan socialmente como acciones razonables, razonables y legítimas; la práctica de la justicia basada en el diálogo y en el perdón, en el amor y en la comprensión; la integridad moral o ética en el proyecto y desarrollo de los planes y conductas empresariales, comerciales, laborales; el respeto a la libertad de educación en los correspondientes procesos de niños y adolescentes; la aceptación de la libertad de iniciativa social en distintos ámbitos de la vida, tan necesitada de ella; la fidelidad a la verdad en la transmisión de acontecimientos, opiniones y pareceres; la equidad en la atención a los más necesitados; la verdadera libertad religiosa y de expresión desde todos y parta todos; y muchos otros campos de la vida cotidiana, que se presentan con importantes carencias y son un serio reclamo de luz, de testimonio, de razonable argumentación basada en la verdad, en esa verdad que no sucumbe a intereses personales o de grupo. Y esa verdad es Cristo, cuyo Nombre debe ser proclamado como el Nombre del Señor hasta que ante él “doble la rodilla todo lo que hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda alengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp. 2, 9-11).

Todas estas urgencias constituyen fuertes llamadas a la generosa dedicación de los cristianos que, superando perezas, miedos, oportunismos, falsas prudencias y personalismos egoístas, nos lancemos a ser, como nos definió Jesucristo, luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt. 5, 14).

5.- Para pronunciar con nitidez el mensaje salvador, que se encierra en la afirmación“Jesús es el Señor”, tan contraria al desconcertante y arbitrario relativismo dominante, es necesario algo que no depende exclusivamente de la inteligencia, de la razón y de las estrategias humanas. Es necesario que vibre en nosotros la gozosa conciencia de que Dios nos ama. Es necesario que la experiencia de ser amados por Dios nos lance a vivir la fraternidad humana en el amor teologal y sincero. Condiciones todas ellas, que dependen de la acción del Espíritu Santo en nosotros. Por eso, San Pablo nos dice hoy: “Nadie puede decir , si no es bajo la acción del espíritu Santo” (1 Cor. 12, 3).

La inhabitación del Espíritu Santo en nosotros y su acción constante es lo que nos capacita para tener y mantener la visión de fe en la apreciación de los hechos, en el juicio sobre la realidad y en la proyección de las tareas a realizar. De este modo podrá coincidir todo ello con la voluntad de Dios y, por consiguiente, con la iluminación cristiana del orden temporal. Esa es la tarea que el Concilio atribuye preferentemente a los seglares. “Dios llama a los seglares –dice el Concilio- a que, con el fervor del espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a la manera de fermento” (AA. 2).

6.- Es el Espíritu Santo quien nos permite llegar a percibir y gustar el Misterio que está más allá de las apariencias y de lo que puede percibir nuestra inteligencia. ¡Cuántas veces hemos constatado que la lectura puramente humanas de los acontecimientos tergiversa el sentido profundo de la realidad! ¡Cuantas veces hemos descubierto que el simple raciocinio humano, al que no se opone la fe, se queda muy corto para penetrar el mensaje de la palabra de Dios, y el que nos transmite la creación entera, expresión de la sabiduría y de la magnificencia de Dios!
Necesitamos el don inmenso e imprescindible de la fe. Ella nos aporta unos datos fehacientes que el hombre no puede descubrir por sí mismo, y que constituyen elementos integrantes de la verdad. Como nos dice hoy el Prefacio de la Misa, el Espíritu Santo es el que infunde el conocimiento de Dios y el que puede congregar en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido.

7.- Teniendo en cuenta lo dicho, no podemos dudar de que el Espíritu Santo, que nos ayuda en el cumplimiento de nuestro deber apostólico, nos exige, al mismo tiempo, un esfuerzo de preparación personal en los diversos aspectos de nuestra personalidad cristiana; aspectos que entran en juego al en el ejercicio del deber apostólico y pastoral que nos compete.

Por eso, correspondiendo a los inmensos dones que el Espíritu derrama sobre nosotros habitualmente, y hoy de modo singular, debemos hacer un serio propósito de incrementar la formación cristiana.

Es necesario conocer bien el mensaje de salvación y el Magisterio mediante el cual la Iglesia nos lo transmite en toda su integridad, y adecuando su lenguaje al momento y cultura de quienes han de escucharlo.

No obstante, la formación no satisface del todo los requerimientos a que nos compromete el deber apostólico. Recibir el Espíritu Santo y ser templo vivo suyo es condición que nos exige, simultaneamente una esmerada atención a Aquel que obra en nosotros. Y esa atención consiste indudablemente en la práctica de una fuerte espiritualidad que debe ser la característica de todo apóstol. Como dice el Señor, los demonios adversos a la verdad, a la justicia, al amor y a la paz, no se lanzan sino con la oración y el ayuno. (cf. Mc. 9, 28).

8.- El día de Pentecostés debe ser para todos los apóstoles seglares y para quienes se preparan al ejercicio de este sublime ministerio eclesial, un día de gracia.

Hoy hemos sido convocados para recibir al Espíritu Santo creyendo firmemente en su obra, y con la firme esperanza de que su acción puede transformarnos en apóstoles y pastores según el corazón de Dios.

Hoy debe ser un día en que tomemos o acentuemos la decisión de acercarnos cada vez más al Señor mediante la escucha atenta y religiosa de su palabra; mediante la serena intimidad de la oración; y mediante un convencido y profundo sentido de Iglesia que debe presidir todas las actuaciones apostólicas dondequiera que nos encontremos y donde el Señor nos llame en cada momento.

9.- Invoquemos la intercesión de la Santísima Virgen María con las palabras que nos brindó el Papa Juan Pablo II en la oración con la que concluye la Exhortación apostólica Christifidelis laici:

“Virgen Madre,
guíanos y sostennos para que vivamos siempre
como auténticos hijos e hijas
de la Iglesia de tu Hijo,
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor,
según el deseo de Dios
y para su gloria."

Amén

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL PENTECOSTÉS

Mis queridos hermanos sacerdotes,
Seminaristas, religiosas y seglares todos:


1.- El Apóstol S. Pablo, cuyo año jubilar estamos celebrando, nos invita hoy a considerar el carácter nuclear que tiene el Espíritu Santo en la vida del cristiano. Siguiendo a S. Pablo, cuyos escritos son verdaderamente palabra de Dios revelada, podemos decir que, sin la acción del Espíritu Santo, la redención universal, llevada a cabo por Jesucristo, quedaría sin la necesaria aplicación a cada uno de los hombres y mujeres que la desean y la esperan.

2.- La redención de Jesucristo consiste, esencialmente, en la transformación interior del hombre. Por ella, dejando la condición de esclavos del pecado, llegamos a ser, en verdad, hijos adoptivos de Dios y herederos de su gloria.

Ser hijos de Dios comporta participar de su misma naturaleza como base de nuestra vida espiritual, que ha de ser el motor de todos nuestros pensamientos, deseos, actitudes y comportamientos. Esa participación de la naturaleza divina, que llamamos gracia de Dios, porque es puro regalo suyo, llega a nosotros por el Bautismo. Y este Bautismo no puede ser auténtico si no es acción del Espíritu Santo. El Espíritu del Señor obra en nosotros mediante el agua en la que somos sumergidos, o que la Iglesia derrama sobre nuestra cabeza, en el Nombre de la Santísima Trinidad.

San Pablo, dirigiéndose en Éfeso a unos discípulos supuestamente cristianos, les preguntó: “¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?”(Hch. 19, 2). Y, al saber que ni siquiera habían oído hablar de que existiera el Espíritu Santo, les dijo sorprendido: “Pues, ¿qué bautismo habéis recibido?” (Hch. 19, 3). En cualquier caso, ese supuesto bautismo, recibido sin relación con el Espíritu Santo, no es el que nos hace discípulos de Jesucristo y beneficiarios de su redención; porque, “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo” (Rom. 8, 9).

3.- La convicción profunda, basada en la fe por la que aceptamos la revelación de Dios, había dejado muy claro en la mente de S. Pablo, que no hay vida cristiana sin que obre en nosotros el amor de Dios. Por eso nos dice, con suma claridad y con un lenguaje enormemente expresivo: “Aunque tuviere el don de hablar en nombre de Dios y conociera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque mi fe fuera tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy” (1 Cor. 13, 2). Sin embargo, ese amor solo está y obra en nosotros cuando recibimos el don del Espíritu Santo, “porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom. 5, 5).

Por eso, en el himno con el que iniciamos esta oración litúrgica y vespertina de las Vísperas, hemos elevado nuestra súplica diciendo: “Ven espíritu divino...Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro” .

4.- La riqueza con que deseamos que el Espíritu Santo llene nuestra alma es, en primer lugar, la capacidad de vivir según el Espíritu Santo, en abierta y decidida oposición a la ley de pecado, según nos dice también San Pablo: “Los que viven según el Espíritu, sienten lo que es propio del Espíritu” (Rom. 8, 5). Y añade, con gran fuerza clarificadora: “Sentir conforme al Espíritu conduce a la vida y a la paz” (Rom. 8, 6).

En el himno inicial de estas Vísperas hemos pedido también al Espíritu que nos conceda luz en la oscuridad y consuelo en la adversidad, descanso en el esfuerzo y tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego y gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

Con esta súplica hemos confiado al Espíritu Santo, no sólo cuanto concierne a la riqueza interior de nuestra vida sobrenatural, sino también aquello que, en relación con nuestra condición cristiana, puede suavizar los duros embates contra nuestra débil naturaleza, tantas veces caída bajo el peso de las dificultades y las tentaciones. Por eso hemos puesto ante él nuestra realidad, en abierta y sincera manifestación, diciéndole: “Mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento”.

5.- La palabra de Dios, tomada de la Carta de San Pablo a los Romanos, orienta nuestra fe en el Espíritu Santo ayudándonos a entender que su acción en nosotros no solo transforma nuestra humilde condición en la suerte gloriosa de ser hijos de Dios, sino que nos lleva incluso a la resurrección gloriosa en cuerpo y alma, como nos enseña la Santa Madre Iglesia. “Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rom. 8, 11)

6.- Demos gracias a Dios que, por la acción del Espíritu Santo, “levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes” (Sal. 112).

Unamos nuestra súplica en oración confiada, pidiendo que el Espíritu Santo venga a nosotros en este necesario Pentecostés; y que derrame sobre nosotros sus siete dones, para que abundemos en frutos de vida y de esperanza.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
queridos hermanas y hermanos religiosas y seglares,
queridos seminaristas:

1.- La Ascensión de nuestro Señor Jesucristo, señala el inicio de una etapa nueva en el curso de la relación entre Dios y la humanidad. Hasta que el Señor ascendió a los cielos, era el Hijo de Dios hecho hombre quien hablaba y quien enseñaba a sus discípulos el camino de la verdad, de la justicia, del amor y de la paz. Desde que el Señor resucitado partió de este mundo, la acción de Dios en favor nuestro viene principalmente realizada por el Espíritu Santo. Él mismo es como el alma de la Iglesia, según nos dice S. Agustín.

2.- El Espíritu de Dios, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, es quien hace posible el conocimiento profundo y vivencial de cuanto Jesucristo nos enseñó. Estas son las palabras de Jesucristo al respecto: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito (el Espíritu Defensor) no vendrá a vosotros; pero si me voy os lo enviaré” (Jn. 16, 7-8). Y añade: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa” (Jn. 16, 13).

El Espíritu Santo es quien obra en nosotros la progresiva incorporación a la vida de Dios, según las palabras de Cristo a Nicodemo: “Yo te aseguro que nadie puede entrar en el reino de Dios, si no nace del agua y del Espíritu” (Jn. 3, 5).

El Espíritu es quien nos capacita para ser testigos de la experiencia salvífica de Dios como profetas o mensajeros de la esperanza que da sentido a nuestra vida: “Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, dice el Señor, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch. 1, 8). Así lo acabamos de escuchar en la proclamación de la palabra de Dios.

3.- Por tanto, la Ascensión del Señor señala el tiempo en que debemos aplicarnos a la búsqueda de la Verdad y a la práctica del apostolado cristiano mediante la palabra y el testimonio de vida.
El Señor ha partido hacia el Cielo y, permaneciendo entre nosotros como pan de vida y alimento del peregrinante, nos ha enviado la fuerza del Espíritu, y nos ha lanzado a la tarea de proclamar el Evangelio a quienes Él vaya poniendo en nuestro camino.

Podemos decir que la Ascensión del Señor señala, de algún modo, la mayoría de edad de quienes hemos recibido el Evangelio de Cristo y nos hemos sentado a la Mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Por eso, tienen una significación especial para nosotros hoy las palabras que S. Pablo dirige a los Efesios: “Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados” (Ef. 4, 1).

4.- Nuestra vocación va unida a la de Jesucristo. Por eso el Señor dice de nosotros lo mismo que afirma de sí mismo: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5, 14). Y, en razón de ello, somos enviados por Él a evangelizar, haciendo brillar la luz de Cristo en todos los medios y ambientes: “Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5, 16). Así lo entendieron los Apóstoles. Como testimonio de ello, S. Marcos nos advierte que después que Cristo subió a los cielos, “ellos salieron a predicar por todas partes y el Señor cooperaba con ellos, confirmando la palabra con las señales que la acompañaban” (Mc. 16, 20).

5.- Son muchas las expresiones que, con cierta apariencia de pesadumbre o de lamento, abundan ante la consideración de la difícil situación que atraviesan las comunidades cristianas.

Es preocupación de muchos cristianos la progresiva reducción de jóvenes y adultos en los procesos de formación cristiana y en la participación en los sacramentos.

Constantemente se oyen quejas razonables ante la desconsideración y la falta de respeto al Evangelio, a la Iglesia, a los signos cristianos y al mismo Jesucristo, que se repiten de diversas formas y con frecuencia en muchas manifestaciones públicas y en los medios de comunicación social.

Pero lo verdaderamente preocupante es el hecho de que la mayor parte de quienes manifiestan el explicable disgusto que les producen las circunstancias adversas que atravesamos, permanecen apostólicamente inactivos. De este modo hacen sospechar su equivocada convicción de que cualquiera de las posibles soluciones al problema tienen que llegar de otros ámbitos distintos del propio compromiso y de la propia acción apostólica.

Como Obispo escucho constantemente preguntas como ésta: ¿Qué hace la Iglesia para acercarse a los jóvenes, a los matrimonios y a los niños? ¿Qué piensa hacer la Iglesia para afrontar el grave problema de la escasez de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada?

No cabe duda de que estas preguntas, tan repetidas de una forma u otra, nacen de la secreta convicción de que el problema de la evangelización, del apostolado, de la transmisión y cultivo de la vocación cristiana es cosa de otros, y casi exclusivamente de la creatividad con que se enfrente a ello la Jerarquía de la Iglesia. Es cierto que, a título de Pastores, los Obispos y los sacerdotes tenemos una parte muy importante de responsabilidad. Pero también es cierto que cada uno de los cristianos no puede quedarse satisfecho con la denuncia de lo que falta y con la simple queja o reivindicación ante instancias superiores, arropado por la idea de que no le corresponde la solución del problema.

Ante semejante postura cabe preguntar, con claridad y con caridad, con disposición a colaborar en la medida de lo posible, pero despertando la conciencia ajena: ¿Qué hacen los padres cristianos respecto de la educación cristiana de los hijos desde la más tierna infancia, desde el despertar religioso en los primeros años de la vida del niño? ¿Qué hacen los padres para procurarse la formación que requiere esta responsabilidad y este arte educativo tan urgente como abandonado en el seno del hogar? ¿Qué hacen los adultos para afrontar las situaciones críticas en que la Iglesia y su enseñanza son tergiversadas, manipuladas y abusivamente vilipendiadas mediante el recurso a los tópicos orquestados, una y otra vez, por quienes tienen intereses abiertamente contrarios y cuentan con los medios de influencia social?

6.- Ninguna de estas preguntas lleva intención alguna relacionada con el ánimo de excusar la responsabilidad que compete a los pastores, y a mí especialmente como Obispo. Sería una postura equivocada y poco elegante. Lo que con ello quiero poner de manifiesto es que Cristo ha dirigido a todos los bautizados la llamada a la evangelización; y, de un modo muy concreto a los padres, a los educadores, a los hombres y mujeres insertos en los distintos ambientes en los que hace falta la luz del Evangelio, que es la luz de la verdad y de la vida, tan urgentes pero tan manipuladas a la vez, para alcanzar la auténtica renovación de la sociedad, para conseguir un desarrollo justo y sostenible, y para lograr una paz verdadera y estable en el mundo.

Quiero destacar en este momento, que ni los pastores, ni los padres, ni los educadores, ni quienes pueden hacer oír su palabra evangélica en los distintos ambientes, tenemos justificación para mantenernos en la pasividad inactiva aduciendo las dificultades que comporta el cumplimiento de la misión pastoral y apostólica. Nadie tenemos derecho, como cristianos, a trasladar a otros la propia responsabilidad apostólica. El problema nos compete a todos. Y su solución exige de cada uno tomar en serio la propia formación, la colaboración con quienes el Señor ha puesto cerca de nosotros, y la oración necesaria para abandonar el miedo y los miramientos sociales que tantas veces paralizan nuestra acción apostólica. Es importante, a este respecto, escuchar las palabras del Papa Benedicto XVI: “Sólo a través de hombres que hayan sido tocados por Dios, Dios puede acercarse a los hombres”(Conf. En Subíaco, 2005). Debemos dejarnos tocas por Dios. Sin embargo, la superficialidad, la velocidad, el ruido y la dispersión del ambiente en que vivimos, ejercen una gran presión contraria al silencio, a la reflexión, a la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios, a la oración y a un sereno y frecuente encuentro con Dios. En este encuentro ha de cultivarse la fe, ha de fraguarse nuestra responsabilidad apostólica, han de vencerse el miedo y los miramientos sociales, y ha de fortalecerse el ánimo para decir a Dios, como la Virgen María: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38).

7.- La Liturgia de la palabra nos recuerda muy claramente las palabras de Cristo: “Id y haced discípulos de todos los pueblos... Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”(Mt. 28, 20). (cf. Aleluya de la Misa de hoy). El Señor se hace solidario con nosotros a la hora de afrontar la responsabilidad apostólica. Ha subido a los cielos, pero no consiente que nos quedemos emotivamente paralizados al no tenerle a nuestro lado como un seguro ante los problemas. Él está con nosotros, como acaba de decirnos; pero nos convoca a la acción responsable, precisamente porque nos ha enseñado, nos ha enviado la fuerza del Espíritu Santo, nos ha regalado la inmensa riqueza que suponen los sacramentos especialmente los de la Confirmación y la Penitencia, porque se nos ofrece cada día como alimento de vida en la Eucaristía, y porque nos ha honrado eligiéndonos como colaboradores suyos en la misión evangelizadora del mundo.

8.- Queridos hermanos y hermanas: hoy es un día de serios planteamientos apostólicos. Hoy en un día en que debemos asumir valientemente los compromisos y exigencias que comporta la vida cristiana, lejos de inoperantes lamentos o de engañosas justificaciones. La tarea que nos corresponde es preciosa, aunque difícil; pero es posible tanto como necesaria. No olvidemos que el Señor no autoriza el quietismo ni la paralización que sume en la pasividad apostólica, en la queja o en el lamento.

Tengamos en cuenta, por el contrario, las palabras del Ángel a los apóstoles tras de la Ascensión del Señor: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” (Hch. 1, 11). Estamos llamados al apostolado.

Pidamos a la Santísima Virgen María, primera apóstol de Cristo y mensajera de la esperanza en la promesa del Señor, que nos ayude a mantenernos en el compromiso esperanzado de trabajar por la transmisión de la Verdad de Cristo que es luz y salvación para todos los que creen en él.


QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA ASCENSIÓN

Sábado, 23 de Mayo de 2009.
Texto bíblico: Efesios, 2, 4-6

Mis queridos hermanos sacerdotes, seminaristas, religiosas y seglares:

1.- Con la celebración de las Vísperas nos introducimos en la gran fiesta litúrgica de la Ascensión del Señor. Este hecho histórico cierra el ciclo de la presencia de Cristo entre nosotros iniciada con su Encarnación. Con la Ascensión gloriosa a los cielos, el Señor concluye su relación terrena y directa con los discípulos que le habían seguido y que habían sido testigos de su resurrección.

El acontecimiento de la Ascensión sorprendió a los Apóstoles, y sigue sorprendiéndonos por su singularidad y por su condición absolutamente extraordinaria y sobrenatural. Los Misterios del Señor, contemplados con fe, siempre son motivo de admiración y han de llevarnos a la adoración de Dios que, en ellos, se nos manifiesta.

La contemplación de este hecho singular y profundamente significativo, que es la Ascensión de Jesús a los cielos, nos hace volver la mirada a todo el proceso redentor que, teniendo su origen en el designio amoroso de Dios, va cumpliéndose a lo largo de la permanencia de Cristo ente nosotros durante los días de su vida mortal.

2.- Cada momento del proceso redentor, insertado plenamente en el designio salvador del Padre, que vuelca su amor infinito en favor de la humanidad, encierra un mensaje singular, que nos beneficia tenerlo en cuenta.

Con la Encarnación, el Señor Jesús nos muestra la dignidad de nuestra condición humana, y nos ayuda a entender cómo, siendo criaturas limitadas, contingentes y pecadoras, podemos llevar impresa en nuestra identidad la imagen de Dios.

Por haber sido creados a imagen de Dios, podemos crecer en semejanza a Dios que nos creó. Y por esa semejanza, que va desarrollando la imagen de Dios que somos desde la creación, podemos crecer en la compenetración con Cristo. Compenetración que, iniciada al participar de su naturaleza divina por la gracia, nos capacita para que un día podamos decir, como S. Pablo: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20).

Con la vida pública, el Señor nos manifiesta cómo quiere Dios que sea nuestro peregrinar sobre la tierra, y qué relación tiene este peregrinaje con nuestra plenitud integral y con la gloriosa meta a la que hemos sido llamados. En esta etapa de su vida, Jesucristo nos enseña, con su predicación y con su forma de vida, cuáles deben ser las motivaciones, el estilo y la esperanza que han de regir nuestra existencia.

Con su Pasión y muerte sacrificial, el Señor nos manifiesta, de forma verdaderamente impactante y clara, el amor infinito con que nos distingue y nos honra, Siendo pecadores y, por consiguiente, protagonistas de una conducta contraria a sus planes en favor nuestro, y estando perdidos por ello en la sima oscura de la eterna infelicidad, Cristo dio su vida por nosotros en la Cruz. Con ella pagó el precio de nuestra redención. Precio que es, precisamente, la obediencia incondicional y plena al Padre, capaz de compensar la radical desobediencia que supone el pecado.

Con su resurrección gloriosa, el Señor manifiesta su divinidad de modo inconfundible y, por tanto, nos da a conocer la fuerza definitivamente salvadora de su vida, pasión y muerte entre los hombres y por nosotros pecadores. Y nos enseña que, por el perdón de los pecados que Cristo hace posible, podemos alcanzar la bendición definitiva de Dios que es la vida feliz y eterna. Allí consumaremos la íntima unión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la vivencia del amor pleno, perfecto e inmarcesible.

Con su Resurrección gloriosa, tal como la habían anunciado los profetas y el mismo Jesús, se nos desvela el sentido auténticamente redentor de la obra llevada a cabo en la tierra por el Hijo de Dios, hecho hombre en las purísimas entrañas de la Virgen María. Y, con el sentido auténticamente redentor de la obra de Cristo, se nos manifiesta, al mismo tiempo, el sentido de cuanto somos, de cuanto tenemos, de cuanto nos acontece, y de cuanto el Señor nos pide para ser salvados por él.

3.- Con la Ascensión a los cielos, el Señor nos enseña que la plenitud de la humanidad está precisamente en la elevación hacia Dios, llegando a Él con toda nuestra realidad humana y terrena, gloriosamente transformada por la resurrección que seguirá a nuestra muerte.

La Ascensión de Jesucristo a los cielos nos manifiesta que el Padre ha escuchado la oración de su Hijo cuando, al terminar la última Cena suplicaba diciendo:”Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado puedan estar conmigo donde esté yo, para que contemplen la gloria que me has dado, porque tú me amaste antes de la creación del mundo” (Jn. 17, 24).

4.- Pero con la Ascensión, el Señor no termina su obra a favor nuestro. Su obra de redención es fruto del amor infinito de Dios. El Amor infinito no termina en su duración, si cabe hablar así, ni disminuye en su intensidad. Por tanto, si el amor de Dios a nosotros se manifestó en la entrega personal del Hijo de Dios, y en el favor de la Trinidad en beneficio nuestro, esa entrega personal ha de continuar necesariamente. Y así es.

Cristo nos advierte acerca de su voluntad de permanecer junto a nosotros de diversos modos y de forma siempre eficaz. Por eso nos dijo con toda claridad: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Sabemos que está, cada día y en cada momento, real y verdaderamente en medio de nosotros, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el Sacramento de la Eucaristía. Abundando en su promesa de permanencia entre nosotros, recordamos aquellas palabras de Jesucristo que siembran de esperanza nuestra oración: “Donde haya dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.

Al contemplar el Misterio de la Ascensión gloriosa de Cristo a los Cielos, se fortalece en nosotros la fe en las palabras de S. Pablo que acabamos de escuchar: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó...nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él” (Ef. 2, 4-6).

5.- Sabemos todos que la promesa de Dios ,manifestada en Jesucristo, y la celebración de los divinos misterios nos ayudan a recordar y a vivir ya esa realidad que disfrutamos inicialmente desde el Bautismo participando en la vida de la Iglesia. Pero, también sabemos que esa participación inicial ha de ir creciendo no solo con la escucha de la palabra de Dios y la participación en los sacramentos, sino con la conversión de nuestras actitudes y comportamientos. Con la conversión constante debemos procurar ser cada vez más acordes con la voluntad de Dios, y más coherentes con los Misterios que celebramos y con la promesa en la que esperamos.

Pidamos, pues, al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, que nos ayude a avanzar constantemente en el camino de la santidad, para alcanzar la meta que anhelamos.


QUE ASÍ SEA