HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RAMOS

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Hermanas y hermanos seglares:

1.- La palabra de Dios ha llegado a nosotros hoy extensa y rica en enseñanzas. Jesucristo, el Mesías anunciado, el Hijo de Dios hecho hombre, el Redentor del mundo, la expresión plena del amor de Dios a la humanidad, se nos presenta como el Dios hecho hombre, humilde y voluntariamente despojado de su rango divino, unido en todo a la condición humana menos en el pecado, y dispuesto a someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Así nos lo enseña S. Pablo en la segunda lectura que acabamos de escuchar: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp. 2, 6-8).

2.- Junto a este humillante anonadamiento de Jesús, la palabra de Dios nos enseña que Jesucristo dejó bien clara su condición mesiánica y la suprema realeza que le pertenece como Señor del universo. Solo de este modo podemos entender que su anonadamiento y su muerte, lejos de negar su divinidad, forman parte de su encarnación por amor a la humanidad. Todos nosotros estábamos necesitados de la salvación que sólo podía llegarnos de Dios; y no por méritos nuestros, sino como regalo de su infinita misericordia. Regalo que decidió el Padre desde el primer momento en que Adán y Eva cometieron el pecado original, heredado por todos como descendientes suyos que somos. Estas son las palabras por las que conocemos la promesa de la victoria de Jesucristo sobre el diablo, y de la Salvación para nosotros: “Pongo hostilidad entre ti (la serpiente) y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia: esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón” (Gn. 3, 15).

La descendencia de la mujer, encargada de aplastar la cabeza de la serpiente (del diablo) es Jesucristo. Él, por obediencia al Padre, se encarnó asumiendo nuestra humanidad y la culpa de nuestros pecados. Con su obediencia al Padre hasta la muerte sacrificial saldó la deuda que habíamos contraído con Dios por la desobediencia de nuestros primeros padres y por la que sería causa de todos nuestros pecados.

3.- Esta es la enseñanza que no debemos olvidar y en la que deberíamos meditar asiduamente. Cristo, Dios y hombre verdadero, se anonadó por nosotros y asumió voluntariamente, por obediencia al Padre, la Pasión más dolorosa, física y espiritualmente, y aceptó la muerte más humillante y cruenta, para que nosotros no muriéramos para siempre.

Es absolutamente necesario que esta mirada contemplativa sobre el Misterio de la Redención penetre nuestra alma de tal modo que nuestro corazón se sienta arrebatado por la gratitud permanente a Dios y por un creciente amor hacia él. De estas actitudes ha de brotar el propósito de corresponderle sin reservas.

La contemplación del Misterio de Cristo, muerto para salvar a quienes le hemos ofendido, constituye el camino para lograr la experiencia de Dios. Esa experiencia es condición necesaria para vivir el cristianismo con profundidad y fidelidad . Sin esa experiencia, difícilmente podemos llegar a la verdadera conversión que consiste en negarnos a nosotros mismos para que sea Cristo quien viva y reine en nosotros.

4.- Esto de que Cristo viva y reine en nosotros, es lenguaje que no se entiende sin alcanzar de Dios la gracia de una fe creciente, fuerte y permanente. Sin ella no podemos valorar y desear la experiencia que san Pablo nos cuenta de sí mismo, diciéndonos: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal. 2, 20).

Es cierto que semejante grado de fe y de entrega a Jesucristo, como tarea en que lleguemos a comprometer nuestra libre decisión, requiere tiempo y una continua y progresiva conversión al Señor, tal como la hemos ido considerando a lo largo de la Cuaresma. Pero también es cierto que llegar a esa libre identificación con Cristo, es gracia, es regalo del Espíritu Santo. Regalo que debemos implorar continuamente, al tiempo que vamos acercándonos al Señor mediante la oración y la participación en los Sacramentos. En ellos Jesucristo mismo actúa en favor nuestro, se acerca y se da a cada uno, y va transformándonos gratuitamente por encima de nuestras limitaciones y debilidades.

5.- La fidelidad al Señor, la correspondencia de amor que le debemos, la valentía para proclamar y defender la Verdad y la Bondad de Dios hecho Hombre por nosotros, la capacidad para ser testigos de su amor infinito en medio de un mundo hostil a Dios y a la Iglesia en la que se hace presente a la humanidad, no son alcanzables sin la profunda experiencia de Dios que nos da fuerza en la fe, tesón en el apostolado y confianza en que, a pesar de las apariencias contrarias, Dios llevará a buen término la obra que inició en cada uno de nosotros.

6.- Es absolutamente necesario que meditemos en esta enseñanza que se constituye en centro de la Semana Santa, del Evangelio mismo y, por tanto, de toda la vida cristiana. Esta meditación tiene unos temibles enemigos: la velocidad que dificulta la parada imprescindible para pensar, meditar y contemplar; el ruido exterior e interior que distorsiona la imprescindible serenidad en que ha de explayarse el pensamiento; la superficialidad, el materialismo y el inmediatismo que neutralizan nuestras mejores capacidades, y reducen nuestra libertad de espíritu. Por eso la conversión al Señor exige el dominio sobre nosotros mismos que, en la Cuaresma y en estos días de Semana Santa podemos ejercer con la meditación de la palabra de Dios y con el Sacramento y las prácticas de penitencia.

He aquí la gran riqueza de significado que lleva consigo la celebración del Domingo de Ramos.

7.- Pero la referencia a esa riqueza propia de la fiesta que estamos celebrando, quedaría injustamente mermada si no tuviéramos presente el mensaje de esperanza que le es propio también. Jesucristo, como he apuntado antes, se manifiesta hoy con la dignidad y el poder de la realeza divina que corresponde al Mesías. Por eso es aclamado por el pueblo como el Hijo de David, que viene como rey en el nombre del Señor (cf. Lc. 19, 38). Y manifiesta su realeza entrando triunfalmente en Jerusalén.

Esa realeza de Cristo, al tiempo que nos ayuda a valorar el gesto de infinito amor de Dios que es la redención, abre en nosotros la certeza de que, quien es capaz de sacar de las piedras hijos de Abraham (cf.-----), puede transformar nuestro espíritu débil, rebelde a veces, e inconstante, en siervo fiel, en testigo esforzado y generoso, y en profeta del Misterio salvador. Su celebración solemne y extraordinaria ocupará el centro de estos días, y a los actos litúrgicos correspondientes debemos dedicar nuestra mayor atención.

8.- Pidamos al Señor que nos conceda la fe de quienes le acompañaban en su camino triunfal hacia Jerusalén; de quienes le ponían sus mantos como alfombra, y le aclamaban con clamorosas alabanzas que la maliciosa envidia de los fariseos no podía silenciar. Esa es la llamada que el Señor nos hace en este día para ser testigos de Cristo en nuestro tiempo.

QUE ASÍ SEA

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