HOMILÍA EN EL DOMINGO Vº DE CUARESMA

Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,

Queridos miembros de la Vida Consagrada y seglares que os unís a esta celebración:

Uno de los grandes enemigos de nuestra santificación, de nuestra plenitud humana y sobrenatural según la voluntad del Señor, es la tibieza de nuestra fe. Tibieza que se manifiesta en esa forma de creer que no niega a Dios ni el lugar que le corresponde en la propia vida, pero no se lo concede la preferencia, sino que, con frecuencia, se le supedita a otros intereses del momento. Priva muchas veces el disfrute de la propia vida, y se supedita a ello la atención a Dios que nos la ha dado. Damos preferencia al trabajo y relegamos la atención a Dios que nos ha dado la capacidad misma de trabajar. Y así en otras ocasiones y circunstancias.

Nos preocupa la vida después de la muerte. Sana preocupación, porque para ella hemos sido creados por Dios, y para que podamos alcanzarla Jesucristo se ha entregado a la muerte de Cruz. Sin embargo, dada nuestra habitual tendencia a lo inmediato, a lo sensible, a lo demostrable, a lo apetecible, sucumbimos con frecuencia a lo que podríamos llamar silencios de fe, vacíos de atención a lo que la fe nos enseña y pide. Por eso, el Señor nos hace llegar con frecuencia este mensaje: “Yo soy la resurrección y la vida…el que crea en mí no morirá para siempre” (Jn. 11, 25-26). “El que conmigo no recoge, desparrama” (Lc. 11, 23).

Es verdad que obrar siempre según la voluntad de Dios, dejándose llenar de su gracia y sin oponerle obstáculos evitables, resulta difícil. A veces, hasta el propósito de ser en todo fieles al Señor nos parece arriesgado a la vista de los altibajos de nuestra propia historia. Pero el Señor, cuando n os llama cerca de sí nos anima dándonos a conocer su interés por nosotros. Su amor de Padre Dios es infinito de Padre. Por eso constantemente nos anuncia lo que desea hacer en favor nuestro si le dejamos obrar en nosotros. Nos lo manifiesta en la primera lectura. Nos ha dicho el profeta Ezequiel: “Os infundiré mi espíritu y viviréis; os colocaré en vuestra tierra, y sabréis que yo el Señor lo digo y lo hago” (Ezq. 37, 14).

Esta intervención de Dios en nuestra vida no se opone a nuestra libertad, sino que depende de ella. El Señor se ajusta a nuestra decisión. Así lo manifestó en vísperas de su Pasión contemplando la Ciudad de Jerusalén desde el monte más cercano: Conmovido dijo: “Como la gallina congrega a los polluelos, así he querido yo reuniros, casa de Israel, pero no habéis querido” (Jn. 13, 34).

Es cierto que algunas veces hacemos lo que no quisiéramos hacer, y no hacemos lo que quisiéramos hacer. Nos oponemos a la voluntad de Dios, pero n os duele al mismo tiempo, sin ser capaces de dominar las fuerzas que os arrollan. Entonces la solución está en que, en momentos de serenidad, seamos capaces de suplicar a Dios con las palabras del Salomo interleccional: “Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz: estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica” (Sal. 129). “Si llevas cuenta de los delitos, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto” (Sal. 129, 3-4).

Una vez más queda claro que nuestra vida será estéril o insegura sin recurrir a Dios en la oración, en el encuentro frecuente y sincero con el Señor, confiándole nuestra pequeñez y nuestros mejores deseos de fidelidad. Para no fallar en ello, debemos tener presente lo que el Señor nos enseña hoy a través de San Pablo. Nos dice: “Los que están en la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros” (Rom. 8,8).

En verdad, el Espíritu Santo habita en nosotros desde el Bautismo. Debemos meditar en esta preciosa y profunda verdad que tanto puede ayudarnos a mantener el temple cristiano en este mundo hostil. Pero no podemos quejarnos de nuestras debilidades si olvidamos la fuente de nuestra fortaleza. La fuerza para vencer el mal en cualquiera de sus modalidades nos viene de Dios que ha derramado su Espíritu sobre nosotros haciéndonos el sublime regalo de convertirnos en templos suyos.

Si fuéramos capaces de tener presente esta gran verdad, que es expresión del amor de Dios y de su interés por nosotros, haríamos cosas mayores de las que imaginamos.

Es el Espíritu Santo quien nos inspira lo que debemos pedir a Dios en la oración.

Es el Espíritu Santo quien nos enseña lo que nos quiere decir la palabra de Dios para que seamos capaces de entenderla y cumplirla.

Es el Espíritu Santo el que suscita en nosotros el arrepentimiento cuando nos reconocemos pecadores y quizás incapaces de vencer plenamente nuestras debilidades.

Es el Espíritu Santo el que nos ayuda a esperar pacientemente manteniéndonos constantes en la lucha por alcanzar el bien.

Es el Espíritu Santo quien inspira en nosotros las buenas acciones, y nos conduce por el camino de la verdad y del bien.

Es el Espíritu Santo quien nos ilumina para que descubramos las falacias de este mundo y no sucumbamos a la presión del error, o a la tentación de los bienes efímeros.

La seguridad creyente de que el Espíritu Santo obra en nosotros, es la que puede convencernos de que, cuando nos encontramos débiles, cuando nos sentimos disminuidos por la enfermedad espiritual, que ciega el alma para ver las cosas de Dios, a pesar de todo, podemos resurgir con vitalidad y con esperanza. Este mensaje es el que nos transmite el Señor Jesús cuando le comunican la enfermedad de su amigo Lázaro. Dice entonces: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn. 11, 4).

¡Qué consolador escuchar las palabras del Señor Jesús ante la tumba de Lázaro! Estas palabras tienen especial fuerza, sobre todo, cuando la desesperanza o el pesimismo invaden el alma a causa de los repetidos fracasos en el camino de la necesaria conversión. Dice el Jesucristo: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn. 11, 25-26). “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (Mt. 11, 29-30).

Acudamos al Señor en la Eucaristía para que su presencia sacramental en nuestra alma nos llene de esperanza y no desistamos en el empeño de seguirle. Purifiquemos nuestro espíritu con la gracia de la Penitencia y abramos el corazón a la esperanza de nuestra salvación y de la transformación del mundo.

Que la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos alcance la gracia de purificar y fortalecer nuestra fe para que progresemos en la conversión y seamos cada día mejor templo vivo del Espíritu Santo.

QUE ASÍ SEA

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