HOMILÍA EN LA MISA DEL JUEVES SANTO

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos todos, miembros de la Vida Consagrada y seglares:

1.- ¡Qué día tan grande es el que estamos celebrando! Es un día de importantísimos acontecimientos, de expresiones señeras que nos brinda la palabra de Dios, de sorprendente experiencia cristiana al encontrarnos con Jesucristo hecho servicio y regalo de amor hasta el extremo.

En el santo Evangelio nos dice hoy S. Juan: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1).

Me atrevo a decir que el Señor nos amó siempre hasta el extremo porque su obrar, como Dios, es permanentemente infinito; no puede ser oscilante. Lo que ocurre es que en sus manifestaciones humanas y en las acciones que realiza como hombre, hay formas distintas que, a nuestros ojos, aparecen con especial fuerza significativa. ¿Acaso es que Jesucristo nos amó más lavando los pies a sus discípulos que haciéndose en todo semejante al hombre menos es el pecado, naciendo en Belén como un niño pobre e indefenso, y conformándose con un pesebre como cuna? Lo que ocurre es que, había sido aclamado recientemente como rey en su entrada triunfal en Jerusalén; y se había manifestado, también recientemente, con suma autoridad al decidir sobre el Templo y restablecer el orden sagrado en sus atrios ante la admiración de todos. Había expulsado del Templo a los vendedores, y había dicho: “Mi casa es casa de oración y vosotros la habéis convertido en un mercado” (Mt. 21, 13). Después de todo esto, no podía menos que resultar sorprendente el hecho de que se levantara de la mesa, se ciñera y se pusiera a lavar los pies a sus discípulos. Este es un hecho que no puede tener más que dos interpretaciones: el desvarío o el amor. Prueba de ello es que Pedro, antes de saber lo que significaba ese gesto profundamente humilde, se niega y manifiesta con sus palabras que le parecía una sinrazón: “Señor, ¿lavarme los pies tú a mí ? (Jn. 13, 6).

2.- El texto sagrado tiene una especial fuerza y belleza en esta narración. Dice así: “Sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido” (Jn. 13, 3-5).

El Señor nos da a entender con este gesto muchas cosas y todas muy importantes. En primer lugar, nos da una lección de humildad como virtud necesaria si queremos seguir a Jesús. De hecho, Adán y Eva, muy lejos de la humildad, sucumbieron a la mayor de las soberbias desobedeciendo por querer suplantar a Dios. Les había dicho el diablo: “seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gn. 3, 5). La soberbia y la desobediencia suelen ir juntas; y ambas llevan a la perdición, como sabemos todos por experiencia propia o ajena.

El lavatorio de los pies, en gesto soprendentemente humilde, nos ayuda a entender que Jesucristo asumiera tantas ofensas y escarnios en su Pasión por obediencia al Padre, aún a pesar de que esos trances le parecían humanamente insoportables. De ello nos da cuenta en el huerto de los olivos orando con estas palabras: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22, 42).

3.- A la vista del testimonio y de las palabras de Jesús que estamos considerando, bien podemos entender cuán lejos estamos de la vida y de la plenitud si seguimos los principios y los estilos propios de esta cultura dominante que hace del laicismo y del relativismo su norma de conducta. Por el laicismo, se quiere desplazar a Dios de la esfera de la libertad, del pensamiento y de los comportamientos humanos. Por el relativismo, todo se refiere al juicio del hombre. El bien y el mal no se miden o valoran de acuerdo con una norma, con una palabra, con una autoridad suprema y trascendente, sino de acuerdo con lo que a cada uno le parece en cada momento; a lo sumo, de acuerdo con las leyes humanas; de tal modo que se estima como bueno lo que no está prohibido o castigado por la legislación vigente. Por este camino queda fuera de toda extrañeza que se considere bueno lo que apetece a cada uno y no está prohibido, aunque se trate del crimen de criaturas inocentes e indefensas en el mismo seno materno.

Si, pues, la humildad va tan unida a la obediencia a Dios, y al amor a Dios y al prójimo, recibamos la preciosa lección con la que Jesucristo culmina el lavatorio de los pies: “Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis y , y decís bien, porque lo soy. (He aquí un testimonio de su realeza y autoridad a que antes aludíamos y ante el que sorprende su llamativa humildad) Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn. 13, 12-15).

4.- Jesucristo nos enseña una vez más cuál es el camino de la grandeza humana según el modelo de hombre establecido por el Creador. A partir de esta enseñanza podemos concluir fácilmente que, cuando el hombre se aparta de Dios, se vacía y se confunde a sí mismo, y cierra el camino de su plenitud. Esta verdad, lejos de inclinarnos a juzgar negativamente a quienes no creen en Jesucristo, a quienes le niegan y pretenden incluso que se borre toda referencia a Él en la sociedad, debemos sentir la urgencia de procurar que le conozcan, que el Señor entre en su vida, que les ilumine con el resplandor de su testimonio y de su gracia, para que puedan encontrarse a sí mismos y llegar a la plenitud personal y a la dignificación de la sociedad.

5.- A pesar de tan maravillosa lección como es la que el Señor nos ha dado lavando los pies a sus discípulos, y explicándonos el significado que tiene para nosotros, la riqueza que hace grande este día de Jueves santo sigue manifestándose. Ahora no se trata de un gesto humano del Señor. Se trata del milagro mayor de cuantos podamos conocer. Se trata de la expresión de amor que ninguna otra puede superar. Me refiero a la institución de la Sagrada Eucaristía. ¡Qué bien lo transmite S. Pablo a los cristianos de Corinto! Dice, con un lenguaje solemne que entraña fidelidad a la enseñanza de Jesucristo, y servicio apostólico al mismo tiempo: “Yo he recibido una tradición, que procede del Señor, y que a m i vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ” (1 Cor. 11, 23-25).

Desde entonces, Jesucristo permanece con nosotros en su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y glorioso en el santísimo Sacramento del Altar. Se nos da como alimento para el arduo camino ascendente hacia la dulce intimidad con él. La Eucaristía será, desde entonces, la fuente y la cumbre de la Liturgia de la Iglesia y de la vida de todo cristiano. En ella nos unimos al Señor, de modo incruento, en su Pasión, muerte y resurrección redentoras, participando de su vida, que es gracia para nuestra santificación y para nuestra salvación eterna.

6.- Gocemos, queridos hermanos y hermanas, contemplando las maravillas del amor de Dios. Unámonos en oración reverente dando Gracias al Señor de cielos y tierra, porque nos ha hecho capaces de conocer y gozar las maravillas del amor divino. Pidámosle, humilde y confiadamente, que nos ayude a penetrar el misterio de su amor, que nos conceda su impulso para que seamos capaces de amar a Dios y a los hermanos. Y dispongámonos a vivir intensamente los Misterios de nuestra redención que celebramos especialmente en esta Semana Santa.

QUE ASÍ SEA.

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