HOMILÍA DEL DOMINGO IV DE CUARESMA 2011

Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Queridos hermanos y hermanas seglares que participáis en esta Eucaristía:


1.- Si lo pensamos bien, podremos llegar a comprender que un enemigo muy peligroso de cada uno es él mismo. Es cierto que todos quisiéramos obrar el bien. Pero unas veces dándonos cuenta de que no sabemos qué hacer y cómo comportarnos, y otras veces llevados de nuestra propia ignorancia inconsciente para descubrir y valorar la verdad, es frecuente que nos engañemos a nosotros mismos. El motivo de este posible engaño está, generalmente, en que deseamos que el bien coincida con el agrado y con la satisfacción imaginada que constantemente deseamos a causa de nuestro profundo deseo de felicidad. Y esta coincidencia entre nuestros deseos espontáneos o instintivos y aquello para lo que estamos llamados, y que constituye nuestro deber y nuestro camino de plenitud, no siempre es posible. El motivo está en que el deseo de satisfacción, de goce personal y de la soñada felicidad obedece, en muchas ocasiones, a lo imaginado por la presión de nuestros instintos y por la influencia del ambiente en que vivimos; ambiente que con frecuencia queda lejos de la rectitud, de la verdad y del bien.


2.- A la felicidad auténtica solo puede contribuir aquello que coincide con la voluntad de Dios. Paradógicamente, la voluntad de Dios está vinculada al ejercicio del bien; y éste no siempre va acompañado de satisfacciones y sensaciones placenteras. Por el contrario, generalmente comporta la exigencia de sacrificios, de dominio de sí mismo, de desprendimiento, de paciencia, de espíritu de servicio y de generosidad en el servicio a los demás antes que en la propia complacencia.


Cuando los humanos llegan a pedirnos cuenta de lo que hacemos buscando la felicidad, es muy posible que respondamos con sinceridad afirmando que lo hecho obedecía al convencimiento de que eso era lo bueno y lo oportuno de acuerdo con la voluntad de Dios. Si no era así, pero así lo veíamos a causa de nuestra ignorancia, posiblemente nos cueste aceptar la enmienda de nuestro comportamiento y de la escala de valores que lo condicionaba. Pero, si reflexionamos con humildad y con la convicción de que Dios nos está ayudando a través de quienes merecen nuestra atención, podemos llegar al convencimiento de que no habíamos acertado con lo que creíamos que era la verdad y el bien. Entonces, con la ayuda de la caridad fraterna podremos ejercer nuestra prudente corrección. La humildad personal nos ayudará a acepta la corrección de los hermanos. Con ello habremos dado un paso importante en el camino de nuestra plenitud, abiertos con sinceridad a la necesaria conversión de que tanto se nos habla en la Cuaresma.


3.- Pero puede ocurrir que nuestro comportamiento obedezca a intereses no confesados, a instintos no dominados, o a objetivos que pueden pasar por dignos si los sabemos presentar bien a los ojos de nuestros semejantes. Pero en ello no hay verdad, no existe la sinceridad, y no se camina hacia el bien. No obstante, es muy posible que la tentación obre con tanta fuerza en nosotros, que presentándonos el éxito y la consiguiente satisfacción, al menos momentánea, nos confunda y nos subyugue atándonos a esos comportamientos ciertamente distantes de la voluntad de Dios y del camino de nuestra plenitud. Desde luego, esa satisfacción vivida fraudulentamente no nos llevará jamás a la felicidad tal como el Señor la quiere para nosotros. Por el contrario, nos llevará a la esclavitud, porque sólo la verdad nos hará libres (cf.Jn. 8, 3), dice Jesucristo.


4.- Sobre todo esto, hay algo definitivamente importante ante lo que nos pone hoy la palabra de Dios para que nos convenzamos de que, a veces, podemos estar engañando a nuestros semejantes; de que podemos engañarnos hasta nosotros mismos a fuerza de razonar llevados de una falsedad apetecible. Pero a Dios no podemos engañarlo jamás. Bien claro nos lo dice hoy la primera lectura tomada del libro primero de Samuel. Cuando se trataba de elegir al futuro rey de Israel, Samuel quedó prendado de las apariencias de Eliab. “Pero el Señor dijo a Samuel: “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón” (I Sam. 16, 7).


Si aprendemos bien esta lección , entenderemos que no merece la pena engañar ni engañarnos en lo que se refiere a la elección del bien obrar. Lo verdaderamente definitivo es la transparencia ante el Señor “que ve en los escondido del corazón” (1 Sam, 16, 7).


Por tanto, nuestro programa de conversión cuaresmal debe ser amar la verdad más que a nosotros mismos, porque la verdad nos acerca a Dios que es la Verdad por excelencia, la fuente de toda verdad y del sumo bien que nos lleva a la felicidad. Felicidad ésta que supera el dolor de las contrariedades terrenas y que es compatible con la vivencia del sacrificio necesario para afrontar con justicia las diversas situaciones de nuestra vida. Por tanto, estamos hablando de la felicidad interior. Esa es la felicidad verdadera, la que podemos alcanzar en esta vida, la que llega al alma fiel empeñada en construir la propia vida en la verdad y en el bien trascendentes, la que no está sometida a la tentación de la satisfacción inmediata, terrena, inmanente que no pueden saciar el corazón. Nuestro corazón está hecho para el infinito, y no quedará satisfecho hasta que descanse en Dios.


5.- San Pablo nos resume cuanto venimos diciendo: “Caminad como hijos de la luz (toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz) buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien poniéndolas en evidencia” (Ef. 5, 8).


Hagamos un acto de fe sincero y firme en el poder del Señor para encauzar nuestra vida y para vencer los engaños terrenos, como Jesucristo enseña y pide al ciego de nacimiento diciéndole: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?” (Jn. 9,39). Y a la respuesta afirmativa del ciego ya curado, añade el Señor: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven se queden ciegos” (Jn. 9--). Con esto aludía el Señor a los que dicen que ven, opero obran exclusivamente según el propio criterio o la propia conveniencia sin dejarse iluminar por la palabra de Dios. Por eso, cuando los fariseos preguntaron a Jesús: “ ¿También nosotros estamos ciegos?. Jesús les contestó: Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece” (Jn. 9, 41). El pecado está en simular una razón que pueda parecer honesta y válida, y, en cambio, estar movido por intereses turbios.


6.- Al acercarnos a la sagrada Eucaristía pidamos al Señor que nos conceda la valentía y la fortaleza para admitir y dar primacía siempre a la verdad en nuestra vida, para ordenar nuestras actitudes y comportamientos según la verdad de Dios, y para no sucumbir a los intereses mezquinos pretendiendo disimularlos con argumentos falaces.


QUE ASÍ SEA