HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL 2011

Mis queridos hermanos sacerdotes del Presbiterio diocesano,


Queridos miembros de la Vida Consagrada que nos acompañáis participando en esta solemne celebración, eminentemente sacerdotal,

Queridos hermanos y hermanas seglares, que representáis junto a nosotros a los demás fieles de nuestras comunidades cristianas de la Iglesia Diocesana:

1.- DEMOS GRACIAS A DIOS

Demos gracias a Dios, unidos como verdadera familia eclesial porque, por su misericordia infinita, hemos recibido el inconmensurable regalo de nuestra filiación divina. Por el Bautismo hemos sido regenerados como criaturas nuevas; hemos sido hechos miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, partícipes de la vida divina y herederos de la gloria celestial. Por el mismo don de la gracia bautismal fuimos constituidos templos vivos del Espíritu Santo. Él habita en nosotros fortaleciendo nuestra fe y capacitándonos para la relación con Dios y para ser profetas de la Buena Noticia de la Salvación. Que el reconocimiento de estos motivos de gratitud nos ayude a reafirmar nuestra fe en los dones recibidos del Señor, e impulse un confiado recurso al Espíritu Santo para que continuamente nos inspire y acompañe. Solo de este modo podremos permanecer en reverente actitud ante Dios glorificándole por cuanto ha obrado y obra en nosotros cada día.

Imitemos a la Santísima Virgen María, Madre de Dios, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, proclamando constantemente la magnanimidad divina porque el Poderoso ha hecho cosas grandes en nosotros para gloria suya y para salvación del mundo. Él es nuestro salvador, el maestro por excelencia de la verdad que da sentido a nuestra vida, y el compañero de camino que nos permite orientar nuestros pasos hacia la plenitud en el amor.

2.- DE LA GRATITUD A LA ADORACIÓN

La meditación en los motivos de nuestra permanente gratitud al Señor debe ser un medio bien aprovechado para abrirnos a la admiración de Dios por su infinita bondad y misericordia, y para disponer el alma a la adoración que nos dará profundidad cristiana y un fuerte sentido religioso a nuestra vida.

¡Qué testimonio tan apostólico y tan necesario podemos dar en el mundo tomando conciencia de los dones recibidos de Dios y manteniendo la actitud de sincero y emocionado agradecimiento! Hemos sido puestos por Dios en medio de un mundo que se refugia en la exigencia de lo que, acertada o equivocadamente, considera como derechos propios; y que, absorbido por ello, olvida los derechos de los demás que son los que nos hacen deudores suyos por voluntad de Dios.

La fe sin gratitud es pura tibieza. Y la gratitud sin fe podría llevarnos a un temor servil ante Dios, que es Padre y no un dueño de esclavos sometidos por la fuerza o por el miedo. La gratitud a Dios vence el egocentrismo que lleva al orgullo y a la insensatez, y que nos abandona a la torpeza de nuestras propias limitaciones. La gratitud es, pues, de algún modo, el inicio de una salvífica y gozosa relación con Dios.

Teniendo presentes estas consideraciones, bien podemos entonar el himno de gratitud a Dios con las misma palabras de Jesucristo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños” (Mt. 11, 25).

3.- AGRADECIDOS POR EL DON DEL SACERDOCIO MINISTERIAL

Los sacerdotes debemos dar gracias a Dios hoy, de un modo especial, porque, mediante la sagrada Liturgia que estamos celebrando, nos ayuda a fortalecer la conciencia personal del regalo inconmensurable que nos ha hecho consagrándonos como ministros suyos por el Sacramento del Orden sagrado. La participación en el único sacerdocio de Cristo, por la que nos ha constituido ministros de los sagrados Misterios, es un regalo que lleva consigo una sucesión de dones sobrenaturales. Por ellos podemos desarrollar el ministerio que se nos ha encomendado y, a la vez, disfrutar de los auxilios necesarios para ejercer el Sacerdocio ministerial como fuente de gracia para nosotros, para los miembros de la Iglesia y para las gentes de buena voluntad que buscan a Dios con sincero corazón.

Ser conscientes y responsables del Sacerdocio ministerial con que el Señor nos ha enriquecido supone, al mismo tiempo y de modo inseparable, vivir la responsabilidad del crecimiento de la Iglesia y del consiguiente ministerio de la evangelización; supone también sentirnos responsables de la santificación de los fieles que nos han sido encomendados, y de la buena imagen de la Iglesia en medio del mundo donde el Señor la ha puesto como áncora de salvación y como signo de esperanza para todos los hombres.

4.- ENVIADOS A EVANGELIZAR

La palabra de Dios llega a todos nosotros hoy, pero de un modo especial a quienes, por el sacramento del Orden, participamos del Sacerdocio de Cristo; y nos insta a renovar nuestra fidelidad a la vocación recibida. Esa palabra nos recuerda que, como Cristo, puesto que obramos ministerialmente en su Nombre, hemos sido enviados para dar la Buena Nueva a los que sufren y para proclamar el año de gracia del Señor. Con ello sanarán los corazones desgarrados, llegará a los prisioneros la libertad y el consuelo a los afligidos, de modo que su abatimiento se cambie en cánticos. (cf. Is. 61, 1-9).

Nuestra respuesta a la llamada sacerdotal que hoy nos renueva el Señor, ha de consistir en un replanteamiento muy serio de lo que implica el ministerio de la Evangelización en el mundo de hoy; y, en concreto, una especial atención a las legítimas exigencias de las gentes que la Iglesia nos ha confiado a cada uno como pastores.

El carácter central que la evangelización tiene en el ministerio eclesial y, por tanto, la prioridad que merece en el ministerio pastoral que nos compete quedan bien destacados por el Papa Benedicto XVI cuando nos dice: “Para la Iglesia la misión evangelizadora, continuación de la obra que quiso Jesús nuestro Señor, es necesaria e insustituible, expresión de su misma naturaleza” (Ubicumque Semper).

5.- URGENCIA Y EXIGENCIAS DE LA EVANGELIZACIÓN

Esta acción evangelizadora que, en justicia, no puede olvidar la atención a los fieles en sus distintas circunstancias y sensibilidades, ha de tener en cuenta muy especialmente “el desierto interior que nace donde el hombre se ve privado de lo que constituye el fundamento de todas las cosas, al querer ser el único artífice de su naturaleza y de su destino” (Ubuicumque Semper). A esta realidad, verdaderamente desértica y contraria a la vida, es a la que el Profeta alude refiriéndose al Mesías enviado “para vendar los corazones desgarrados”. Por tanto, en esta realidad cada vez más abundante, debemos poner nuestra máxima atención como continuadores de la obra mesiánica de Cristo redentor.

El Papa Benedicto XVI, al comunicarnos la constitución del Consejo Pontificio para la promoción de la nueva evangelización, y citando palabras del Papa Pablo VI en su Exhortación “Evangelii nuntiandi”, nos dice: “el compromiso de la evangelización se está volviendo cada vez más necesario, a causa de las situaciones des descristianización frecuentes en nuestros días, para gran número de personas que recibieron el bautismo, pero viven al margen de toda vida cristiana; para las gentes sencillas que tienen una cierta fe, pero conocen poco los fundamentos de la misma; para los intelectuales que sienten necesidad de conocer a Jesucristo bajo una luz distinta de la enseñanza que recibieron en su infancia, y para otros muchos” (EN. 52).

6.- DIFICULTADES Y RECURSOS PARA LA EVANGELIZACIÓN

No cabe duda de que esta difícil tarea de la evangelización ofrece resistencia en muchos ambientes. En otros, parece que no acabamos de lanzarnos, retenidos, quizá, por la sospecha de un posible rechazo. En otros, la dificultad se centra más en la diferencia de lenguaje y en la inadecuación de los métodos utilizados. Todo ello nos compromete personalmente, y compromete muy en serio, también, nuestro ministerio motivando no pocas veces momentos de disgusto y desazón interior. No obstante, la conciencia de nuestro deber evangelizador ha de llevarnos a la reflexión, al estudio y al diálogo en busca de lo que necesitamos para cumplir con nuestra misión.

Es fundamental recordar, a este respecto, que el Papa Juan Pablo II ponía como primero de los tres requisitos para la nueva evangelización, la adquisición de “nuevos bríos”. Esto supone una llamada a la renovación interior y al fortalecimiento del celo ministerial, animado por la una acendrada caridad pastoral. A ello nos urge hoy la renovación de las promesas sacerdotales en la que se nos pregunta. “¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con Él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio a la Iglesia?”

7.- LA COMUNIDAD CRISTIANA, SUJETO DE LA EVANGELIZACIÓN

La misión evangelizadora pertenece a toda la Iglesia; y, en cada lugar de nuestros pueblos, corresponde, aunque no exclusivamente, a la comunidad cristiana o parroquial. Por tanto, en nuestra responsabilidad como pastores debe contar de modo imprescindible, como objetivo prioritario y constante, “que se rehaga la trabazón cristiana de las mismas comunidades eclesiales” (EN 34). En este quehacer ocupa un lugar indiscutible e imprescindible la incorporación activa de los seglares a la misión de la Iglesia. A ello estamos procurando ofrecer impulso y ayuda en cumplimiento del segundo objetivo del Plan Diocesano de Pastoral. En él imagino que tenéis puesta la atención los Presbíteros y especialmente los párrocos, como necesarios y directos colaboradores del Obispo. Mi gratitud, pues, a quienes lo estéis haciendo así. Para los demás, mi llamada estimulante y mi ofrecimiento personal en la medida en que pueda serles útil o necesario en el cumplimiento de su deber. Para todos, el ánimo fraternal que ha de presidir siempre nuestras relaciones e incluso las legítimas exigencias mutuas.

8.- LA ALABANZA A DIOS, UNIDA A LA GRATITUD

Al concluir estas reflexiones homiléticas os invito a tener en cuenta la riquísima acción que el Señor está realizando en su Iglesia y en el mundo a través de la generosa entrega de cuantos nos hemos consagrado a Él por el Sacramento del Orden. Dios nos ha elegido como necesarios ministros de su obra redentora. La sorpresa y admiración que esto nos produce está incrementada porque, en su infinita sabiduría y misericordia, lleva a término su obra pasando muchísimas veces por encima de nuestras debilidades e incompetencias. Conscientes de ello y agradecidos por su bondad, hagamos nuestras las palabras del Apocalipsis que han sido proclamadas hoy: “A Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha con vertido en un reino, y hecho sacerdotes de Dios su Padre. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (Apc. 1, 5-6).

Quiero terminar esta homilía haciendo mías las palabras de S. Pablo a los Corintios. Soy consciente de que vuestra fidelidad sacerdotal y vuestra generosa colaboración pastoral hacen posible que yo pueda cumplir con la misión que me ha sido encomendada en esta porción del Pueblo de Dios que peregrina en la Archidiócesis de Mérida-Badajoz. Por tanto “Doy gracias a mi Dios continuamente por vosotros, por la gracia de Dios que se os ha dado en Cristo Jesús; pues en él habéis sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que no carecéis de ningún don gratuito mientras aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que seáis irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, el cual nos llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor” (1 Cor. 1, 4-9).

QUE ASÍ SEA

No hay comentarios: