HOMILÍA EN EL DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN

Queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas todos, religiosos y seglares:

La santa Madre Iglesia nos anuncia hoy un gozo inmenso, que da sentido y esperanza a nuestra vida en medio de todas las pruebas, adversidades y tribulaciones: “En verdad, ha resucitado el Señor. A Él la gloria y el poder por toda la eternidad” (Intróito de la misa). Por tanto, “este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Salmo).

El motivo fundamental de este gozo está en que, como nos dice S. Pablo, si Cristo ha resucitado, hemos resucitado con él. Cristo se encarnó y bebió el cáliz amargo de su Pasión y muerte, porque obraba en obediencia al Padre que le había enviado a salir fiador por nosotros. Por tanto, una vez aceptada por la fe la gracia de la intervención redentora del Señor, los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, “fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Pues si hemos sido incorporados a Él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que fuera destruido el cuerpo de pecado, y, de este modo, nosotros dejáramos de servir al pecado” (Rom. 6, 4-6).

Ante semejante regalo de Dios, que nadie sino él podía ofrecernos, la santa Madre Iglesia nos hace una invitación y nos propone una plegaria. Ambas figuran en el himno que hemos recitado al terminar la segunda lectura.

La invitación nos llega con estas palabras: “Ofrezcan los cristianos ofrendas de alabanza a gloria de la Víctima de la Pascua” Eso vamos a hacer uniéndonos a Jesucristo en la ofrenda que de sí mismo hace al Padre y que se actualiza en la Eucaristía tal como aconteció de una vez para siempre en la última Cena. Allí Jesucristo nos brindó el adelanto sacramental de su Muerte y Resurrección. Por tanto, nuestra participación en la Liturgia que estamos celebrando ha de gozar hoy de una atención y de una devoción especialísimas.

La plegaria, que os propone el himno referido, implica nuestro reconocimiento de la realeza de Jesucristo, y, por tanto, nos compromete, al mismo tiempo, a reconocerle siempre como Señor nuestro y de todo lo creado; como el Señor a quien debemos servir sin reticencias ni dobleces. Así nos lo enseña el mismo Jesucristo venciendo al diablo que le tienta como hombre en el desierto: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto” (Mt. 4, 10).

Al mismo tiempo, en esa misma plegaria pedimos a Dios que se apiade de nuestra miseria y de nuestras incoherencias, suplicándole que, por su misericordia, nos haga partícipes de su victoria santa. Así lo hemos recitado: “Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa”.

Seamos coherentes con los dones recibidos del Señor en la Pascua. Gozosos por haber sido incorporados a Cristo, por el Bautismo, en su Muerte y resurrección, y haber sido hechos hijos adoptivos de Dios y herederos de su gloria, demos gracias constantemente al Señor. Dispongámonos a aprovechar su gracia y seamos testigos fehacientes del triunfo definitivo de Jesucristo, como apóstoles de su redención y testigos de su Resurrección. En ella está la fuente de nuestra esperanza.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO 2011

Mis queridos hermanos sacerdotes y diáconos asistentes,

Hermanas y hermanos todos, religiosas y seglares:

1.- Acabamos de escuchar el impresionante relato de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo. Dice el Profeta, y se comprende al ser proclamado hoy el Evangelio, que “muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano” (Is. 52, 13).”Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado” (Is. 53, 2).

El Arte religioso ha plasmado en todas sus formas esta impactante imagen de Jesús escarnecido y clavado sanguinariamente en la cruz. A través de los tiempos, las imágenes de los grandes maestros han ido ofreciendo a la consideración de los hombres y mujeres el cuadro verdaderamente conmovedor del Dios hecho hombre entregado a manos de la enemistad y del arbitrio de los hombres. El infinitamente poderoso, aparece misteriosamente sometido a la envidia y a la malicia de quienes querían ser más que él. Por ello, no cejaron en su empeño de llevarle a la muerte humillante e ignominiosa como traidor y blasfemo.

2.- Estamos ante la tragedia de siempre. Muchos acusan a Dios, ¡oh paradoja!, porque le consideran incomprensible y demasiado lejano al hombre, despreocupado y cómplice del mal que nos acecha y no entendemos; y como sordo a la llamada de nuestros intereses . Pero, cuando se manifiesta hecho hombre por amor a la humanidad, que estaba herida de muerte por el pecado; cuando se acerca a nosotros humilde, comprensivo, Maestro de bondad, promotor y defensor de la justicia y de la paz, y nos invita a la renovación interior en la verdad y en el amor, entonces le consideran como enemigo del hombre. El mismo profeta lo anuncia con estas palabras: “Lo arrancaron de la tierra de los vivos” (Is. 53, 8).

Ante semejante atrocidad, cuya explicación escapa a cualquier inteligencia recta, la pregunta brota espontánea: ¿Por qué? Y la respuesta nos llega también del profeta Isaías. La causa somos nosotros, los mismos que hacemos la pregunta. Dice el profeta: “Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes” (Is. 53, 5-6), “mi siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos” (Is 53, 11).

3.- Las palabras del profeta, verificadas por la predicación de la Iglesia y por nuestra propia experiencia, constituyen una seria llamada a la penitencia, a unirnos al Señor en este Via-crucis de nuestra redención. Por eso, hoy es un día de penitencia, de ayuno y abstinencia en la tradición católica, un día de meditación, de silencio, de acompañamiento a Cristo muerto en la Cruz y sepultado para librarnos del castigo que merecen nuestros pecados, y para abrirnos las puertas de la vida y de la felicidad junto a Él en la gloria eterna.

4.- Pero esta penitencia y este silencio meditativo, no pueden ir acompañados de tristeza y desconsuelo. El Señor nos ha redimido. Por tanto, el propósito de la enmienda es posible, nuestra renovación interior cuenta con la gracia necesaria por los méritos de Jesucristo, la salvación puede llegarnos, y la gloria eterna es nuestra herencia prometida.

Los que sabemos que Cristo ha resucitado podemos exclamar en humilde súplica al Señor: “A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado; tú que eres justo ponme a salvo. A tus manos encomiendo mi espíritu; tú, el Dios leal, me librarás” (Sal 30).

5.- Que esta oración nos acompañe y nos introduzca en la celebración de la Pascua de Resurrección.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA MISA DEL JUEVES SANTO

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos todos, miembros de la Vida Consagrada y seglares:

1.- ¡Qué día tan grande es el que estamos celebrando! Es un día de importantísimos acontecimientos, de expresiones señeras que nos brinda la palabra de Dios, de sorprendente experiencia cristiana al encontrarnos con Jesucristo hecho servicio y regalo de amor hasta el extremo.

En el santo Evangelio nos dice hoy S. Juan: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1).

Me atrevo a decir que el Señor nos amó siempre hasta el extremo porque su obrar, como Dios, es permanentemente infinito; no puede ser oscilante. Lo que ocurre es que en sus manifestaciones humanas y en las acciones que realiza como hombre, hay formas distintas que, a nuestros ojos, aparecen con especial fuerza significativa. ¿Acaso es que Jesucristo nos amó más lavando los pies a sus discípulos que haciéndose en todo semejante al hombre menos es el pecado, naciendo en Belén como un niño pobre e indefenso, y conformándose con un pesebre como cuna? Lo que ocurre es que, había sido aclamado recientemente como rey en su entrada triunfal en Jerusalén; y se había manifestado, también recientemente, con suma autoridad al decidir sobre el Templo y restablecer el orden sagrado en sus atrios ante la admiración de todos. Había expulsado del Templo a los vendedores, y había dicho: “Mi casa es casa de oración y vosotros la habéis convertido en un mercado” (Mt. 21, 13). Después de todo esto, no podía menos que resultar sorprendente el hecho de que se levantara de la mesa, se ciñera y se pusiera a lavar los pies a sus discípulos. Este es un hecho que no puede tener más que dos interpretaciones: el desvarío o el amor. Prueba de ello es que Pedro, antes de saber lo que significaba ese gesto profundamente humilde, se niega y manifiesta con sus palabras que le parecía una sinrazón: “Señor, ¿lavarme los pies tú a mí ? (Jn. 13, 6).

2.- El texto sagrado tiene una especial fuerza y belleza en esta narración. Dice así: “Sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido” (Jn. 13, 3-5).

El Señor nos da a entender con este gesto muchas cosas y todas muy importantes. En primer lugar, nos da una lección de humildad como virtud necesaria si queremos seguir a Jesús. De hecho, Adán y Eva, muy lejos de la humildad, sucumbieron a la mayor de las soberbias desobedeciendo por querer suplantar a Dios. Les había dicho el diablo: “seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gn. 3, 5). La soberbia y la desobediencia suelen ir juntas; y ambas llevan a la perdición, como sabemos todos por experiencia propia o ajena.

El lavatorio de los pies, en gesto soprendentemente humilde, nos ayuda a entender que Jesucristo asumiera tantas ofensas y escarnios en su Pasión por obediencia al Padre, aún a pesar de que esos trances le parecían humanamente insoportables. De ello nos da cuenta en el huerto de los olivos orando con estas palabras: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22, 42).

3.- A la vista del testimonio y de las palabras de Jesús que estamos considerando, bien podemos entender cuán lejos estamos de la vida y de la plenitud si seguimos los principios y los estilos propios de esta cultura dominante que hace del laicismo y del relativismo su norma de conducta. Por el laicismo, se quiere desplazar a Dios de la esfera de la libertad, del pensamiento y de los comportamientos humanos. Por el relativismo, todo se refiere al juicio del hombre. El bien y el mal no se miden o valoran de acuerdo con una norma, con una palabra, con una autoridad suprema y trascendente, sino de acuerdo con lo que a cada uno le parece en cada momento; a lo sumo, de acuerdo con las leyes humanas; de tal modo que se estima como bueno lo que no está prohibido o castigado por la legislación vigente. Por este camino queda fuera de toda extrañeza que se considere bueno lo que apetece a cada uno y no está prohibido, aunque se trate del crimen de criaturas inocentes e indefensas en el mismo seno materno.

Si, pues, la humildad va tan unida a la obediencia a Dios, y al amor a Dios y al prójimo, recibamos la preciosa lección con la que Jesucristo culmina el lavatorio de los pies: “Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis y , y decís bien, porque lo soy. (He aquí un testimonio de su realeza y autoridad a que antes aludíamos y ante el que sorprende su llamativa humildad) Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn. 13, 12-15).

4.- Jesucristo nos enseña una vez más cuál es el camino de la grandeza humana según el modelo de hombre establecido por el Creador. A partir de esta enseñanza podemos concluir fácilmente que, cuando el hombre se aparta de Dios, se vacía y se confunde a sí mismo, y cierra el camino de su plenitud. Esta verdad, lejos de inclinarnos a juzgar negativamente a quienes no creen en Jesucristo, a quienes le niegan y pretenden incluso que se borre toda referencia a Él en la sociedad, debemos sentir la urgencia de procurar que le conozcan, que el Señor entre en su vida, que les ilumine con el resplandor de su testimonio y de su gracia, para que puedan encontrarse a sí mismos y llegar a la plenitud personal y a la dignificación de la sociedad.

5.- A pesar de tan maravillosa lección como es la que el Señor nos ha dado lavando los pies a sus discípulos, y explicándonos el significado que tiene para nosotros, la riqueza que hace grande este día de Jueves santo sigue manifestándose. Ahora no se trata de un gesto humano del Señor. Se trata del milagro mayor de cuantos podamos conocer. Se trata de la expresión de amor que ninguna otra puede superar. Me refiero a la institución de la Sagrada Eucaristía. ¡Qué bien lo transmite S. Pablo a los cristianos de Corinto! Dice, con un lenguaje solemne que entraña fidelidad a la enseñanza de Jesucristo, y servicio apostólico al mismo tiempo: “Yo he recibido una tradición, que procede del Señor, y que a m i vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ” (1 Cor. 11, 23-25).

Desde entonces, Jesucristo permanece con nosotros en su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y glorioso en el santísimo Sacramento del Altar. Se nos da como alimento para el arduo camino ascendente hacia la dulce intimidad con él. La Eucaristía será, desde entonces, la fuente y la cumbre de la Liturgia de la Iglesia y de la vida de todo cristiano. En ella nos unimos al Señor, de modo incruento, en su Pasión, muerte y resurrección redentoras, participando de su vida, que es gracia para nuestra santificación y para nuestra salvación eterna.

6.- Gocemos, queridos hermanos y hermanas, contemplando las maravillas del amor de Dios. Unámonos en oración reverente dando Gracias al Señor de cielos y tierra, porque nos ha hecho capaces de conocer y gozar las maravillas del amor divino. Pidámosle, humilde y confiadamente, que nos ayude a penetrar el misterio de su amor, que nos conceda su impulso para que seamos capaces de amar a Dios y a los hermanos. Y dispongámonos a vivir intensamente los Misterios de nuestra redención que celebramos especialmente en esta Semana Santa.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL 2011

Mis queridos hermanos sacerdotes del Presbiterio diocesano,


Queridos miembros de la Vida Consagrada que nos acompañáis participando en esta solemne celebración, eminentemente sacerdotal,

Queridos hermanos y hermanas seglares, que representáis junto a nosotros a los demás fieles de nuestras comunidades cristianas de la Iglesia Diocesana:

1.- DEMOS GRACIAS A DIOS

Demos gracias a Dios, unidos como verdadera familia eclesial porque, por su misericordia infinita, hemos recibido el inconmensurable regalo de nuestra filiación divina. Por el Bautismo hemos sido regenerados como criaturas nuevas; hemos sido hechos miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, partícipes de la vida divina y herederos de la gloria celestial. Por el mismo don de la gracia bautismal fuimos constituidos templos vivos del Espíritu Santo. Él habita en nosotros fortaleciendo nuestra fe y capacitándonos para la relación con Dios y para ser profetas de la Buena Noticia de la Salvación. Que el reconocimiento de estos motivos de gratitud nos ayude a reafirmar nuestra fe en los dones recibidos del Señor, e impulse un confiado recurso al Espíritu Santo para que continuamente nos inspire y acompañe. Solo de este modo podremos permanecer en reverente actitud ante Dios glorificándole por cuanto ha obrado y obra en nosotros cada día.

Imitemos a la Santísima Virgen María, Madre de Dios, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, proclamando constantemente la magnanimidad divina porque el Poderoso ha hecho cosas grandes en nosotros para gloria suya y para salvación del mundo. Él es nuestro salvador, el maestro por excelencia de la verdad que da sentido a nuestra vida, y el compañero de camino que nos permite orientar nuestros pasos hacia la plenitud en el amor.

2.- DE LA GRATITUD A LA ADORACIÓN

La meditación en los motivos de nuestra permanente gratitud al Señor debe ser un medio bien aprovechado para abrirnos a la admiración de Dios por su infinita bondad y misericordia, y para disponer el alma a la adoración que nos dará profundidad cristiana y un fuerte sentido religioso a nuestra vida.

¡Qué testimonio tan apostólico y tan necesario podemos dar en el mundo tomando conciencia de los dones recibidos de Dios y manteniendo la actitud de sincero y emocionado agradecimiento! Hemos sido puestos por Dios en medio de un mundo que se refugia en la exigencia de lo que, acertada o equivocadamente, considera como derechos propios; y que, absorbido por ello, olvida los derechos de los demás que son los que nos hacen deudores suyos por voluntad de Dios.

La fe sin gratitud es pura tibieza. Y la gratitud sin fe podría llevarnos a un temor servil ante Dios, que es Padre y no un dueño de esclavos sometidos por la fuerza o por el miedo. La gratitud a Dios vence el egocentrismo que lleva al orgullo y a la insensatez, y que nos abandona a la torpeza de nuestras propias limitaciones. La gratitud es, pues, de algún modo, el inicio de una salvífica y gozosa relación con Dios.

Teniendo presentes estas consideraciones, bien podemos entonar el himno de gratitud a Dios con las misma palabras de Jesucristo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños” (Mt. 11, 25).

3.- AGRADECIDOS POR EL DON DEL SACERDOCIO MINISTERIAL

Los sacerdotes debemos dar gracias a Dios hoy, de un modo especial, porque, mediante la sagrada Liturgia que estamos celebrando, nos ayuda a fortalecer la conciencia personal del regalo inconmensurable que nos ha hecho consagrándonos como ministros suyos por el Sacramento del Orden sagrado. La participación en el único sacerdocio de Cristo, por la que nos ha constituido ministros de los sagrados Misterios, es un regalo que lleva consigo una sucesión de dones sobrenaturales. Por ellos podemos desarrollar el ministerio que se nos ha encomendado y, a la vez, disfrutar de los auxilios necesarios para ejercer el Sacerdocio ministerial como fuente de gracia para nosotros, para los miembros de la Iglesia y para las gentes de buena voluntad que buscan a Dios con sincero corazón.

Ser conscientes y responsables del Sacerdocio ministerial con que el Señor nos ha enriquecido supone, al mismo tiempo y de modo inseparable, vivir la responsabilidad del crecimiento de la Iglesia y del consiguiente ministerio de la evangelización; supone también sentirnos responsables de la santificación de los fieles que nos han sido encomendados, y de la buena imagen de la Iglesia en medio del mundo donde el Señor la ha puesto como áncora de salvación y como signo de esperanza para todos los hombres.

4.- ENVIADOS A EVANGELIZAR

La palabra de Dios llega a todos nosotros hoy, pero de un modo especial a quienes, por el sacramento del Orden, participamos del Sacerdocio de Cristo; y nos insta a renovar nuestra fidelidad a la vocación recibida. Esa palabra nos recuerda que, como Cristo, puesto que obramos ministerialmente en su Nombre, hemos sido enviados para dar la Buena Nueva a los que sufren y para proclamar el año de gracia del Señor. Con ello sanarán los corazones desgarrados, llegará a los prisioneros la libertad y el consuelo a los afligidos, de modo que su abatimiento se cambie en cánticos. (cf. Is. 61, 1-9).

Nuestra respuesta a la llamada sacerdotal que hoy nos renueva el Señor, ha de consistir en un replanteamiento muy serio de lo que implica el ministerio de la Evangelización en el mundo de hoy; y, en concreto, una especial atención a las legítimas exigencias de las gentes que la Iglesia nos ha confiado a cada uno como pastores.

El carácter central que la evangelización tiene en el ministerio eclesial y, por tanto, la prioridad que merece en el ministerio pastoral que nos compete quedan bien destacados por el Papa Benedicto XVI cuando nos dice: “Para la Iglesia la misión evangelizadora, continuación de la obra que quiso Jesús nuestro Señor, es necesaria e insustituible, expresión de su misma naturaleza” (Ubicumque Semper).

5.- URGENCIA Y EXIGENCIAS DE LA EVANGELIZACIÓN

Esta acción evangelizadora que, en justicia, no puede olvidar la atención a los fieles en sus distintas circunstancias y sensibilidades, ha de tener en cuenta muy especialmente “el desierto interior que nace donde el hombre se ve privado de lo que constituye el fundamento de todas las cosas, al querer ser el único artífice de su naturaleza y de su destino” (Ubuicumque Semper). A esta realidad, verdaderamente desértica y contraria a la vida, es a la que el Profeta alude refiriéndose al Mesías enviado “para vendar los corazones desgarrados”. Por tanto, en esta realidad cada vez más abundante, debemos poner nuestra máxima atención como continuadores de la obra mesiánica de Cristo redentor.

El Papa Benedicto XVI, al comunicarnos la constitución del Consejo Pontificio para la promoción de la nueva evangelización, y citando palabras del Papa Pablo VI en su Exhortación “Evangelii nuntiandi”, nos dice: “el compromiso de la evangelización se está volviendo cada vez más necesario, a causa de las situaciones des descristianización frecuentes en nuestros días, para gran número de personas que recibieron el bautismo, pero viven al margen de toda vida cristiana; para las gentes sencillas que tienen una cierta fe, pero conocen poco los fundamentos de la misma; para los intelectuales que sienten necesidad de conocer a Jesucristo bajo una luz distinta de la enseñanza que recibieron en su infancia, y para otros muchos” (EN. 52).

6.- DIFICULTADES Y RECURSOS PARA LA EVANGELIZACIÓN

No cabe duda de que esta difícil tarea de la evangelización ofrece resistencia en muchos ambientes. En otros, parece que no acabamos de lanzarnos, retenidos, quizá, por la sospecha de un posible rechazo. En otros, la dificultad se centra más en la diferencia de lenguaje y en la inadecuación de los métodos utilizados. Todo ello nos compromete personalmente, y compromete muy en serio, también, nuestro ministerio motivando no pocas veces momentos de disgusto y desazón interior. No obstante, la conciencia de nuestro deber evangelizador ha de llevarnos a la reflexión, al estudio y al diálogo en busca de lo que necesitamos para cumplir con nuestra misión.

Es fundamental recordar, a este respecto, que el Papa Juan Pablo II ponía como primero de los tres requisitos para la nueva evangelización, la adquisición de “nuevos bríos”. Esto supone una llamada a la renovación interior y al fortalecimiento del celo ministerial, animado por la una acendrada caridad pastoral. A ello nos urge hoy la renovación de las promesas sacerdotales en la que se nos pregunta. “¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con Él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio a la Iglesia?”

7.- LA COMUNIDAD CRISTIANA, SUJETO DE LA EVANGELIZACIÓN

La misión evangelizadora pertenece a toda la Iglesia; y, en cada lugar de nuestros pueblos, corresponde, aunque no exclusivamente, a la comunidad cristiana o parroquial. Por tanto, en nuestra responsabilidad como pastores debe contar de modo imprescindible, como objetivo prioritario y constante, “que se rehaga la trabazón cristiana de las mismas comunidades eclesiales” (EN 34). En este quehacer ocupa un lugar indiscutible e imprescindible la incorporación activa de los seglares a la misión de la Iglesia. A ello estamos procurando ofrecer impulso y ayuda en cumplimiento del segundo objetivo del Plan Diocesano de Pastoral. En él imagino que tenéis puesta la atención los Presbíteros y especialmente los párrocos, como necesarios y directos colaboradores del Obispo. Mi gratitud, pues, a quienes lo estéis haciendo así. Para los demás, mi llamada estimulante y mi ofrecimiento personal en la medida en que pueda serles útil o necesario en el cumplimiento de su deber. Para todos, el ánimo fraternal que ha de presidir siempre nuestras relaciones e incluso las legítimas exigencias mutuas.

8.- LA ALABANZA A DIOS, UNIDA A LA GRATITUD

Al concluir estas reflexiones homiléticas os invito a tener en cuenta la riquísima acción que el Señor está realizando en su Iglesia y en el mundo a través de la generosa entrega de cuantos nos hemos consagrado a Él por el Sacramento del Orden. Dios nos ha elegido como necesarios ministros de su obra redentora. La sorpresa y admiración que esto nos produce está incrementada porque, en su infinita sabiduría y misericordia, lleva a término su obra pasando muchísimas veces por encima de nuestras debilidades e incompetencias. Conscientes de ello y agradecidos por su bondad, hagamos nuestras las palabras del Apocalipsis que han sido proclamadas hoy: “A Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha con vertido en un reino, y hecho sacerdotes de Dios su Padre. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (Apc. 1, 5-6).

Quiero terminar esta homilía haciendo mías las palabras de S. Pablo a los Corintios. Soy consciente de que vuestra fidelidad sacerdotal y vuestra generosa colaboración pastoral hacen posible que yo pueda cumplir con la misión que me ha sido encomendada en esta porción del Pueblo de Dios que peregrina en la Archidiócesis de Mérida-Badajoz. Por tanto “Doy gracias a mi Dios continuamente por vosotros, por la gracia de Dios que se os ha dado en Cristo Jesús; pues en él habéis sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que no carecéis de ningún don gratuito mientras aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que seáis irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, el cual nos llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor” (1 Cor. 1, 4-9).

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RAMOS

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Hermanas y hermanos seglares:

1.- La palabra de Dios ha llegado a nosotros hoy extensa y rica en enseñanzas. Jesucristo, el Mesías anunciado, el Hijo de Dios hecho hombre, el Redentor del mundo, la expresión plena del amor de Dios a la humanidad, se nos presenta como el Dios hecho hombre, humilde y voluntariamente despojado de su rango divino, unido en todo a la condición humana menos en el pecado, y dispuesto a someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Así nos lo enseña S. Pablo en la segunda lectura que acabamos de escuchar: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp. 2, 6-8).

2.- Junto a este humillante anonadamiento de Jesús, la palabra de Dios nos enseña que Jesucristo dejó bien clara su condición mesiánica y la suprema realeza que le pertenece como Señor del universo. Solo de este modo podemos entender que su anonadamiento y su muerte, lejos de negar su divinidad, forman parte de su encarnación por amor a la humanidad. Todos nosotros estábamos necesitados de la salvación que sólo podía llegarnos de Dios; y no por méritos nuestros, sino como regalo de su infinita misericordia. Regalo que decidió el Padre desde el primer momento en que Adán y Eva cometieron el pecado original, heredado por todos como descendientes suyos que somos. Estas son las palabras por las que conocemos la promesa de la victoria de Jesucristo sobre el diablo, y de la Salvación para nosotros: “Pongo hostilidad entre ti (la serpiente) y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia: esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón” (Gn. 3, 15).

La descendencia de la mujer, encargada de aplastar la cabeza de la serpiente (del diablo) es Jesucristo. Él, por obediencia al Padre, se encarnó asumiendo nuestra humanidad y la culpa de nuestros pecados. Con su obediencia al Padre hasta la muerte sacrificial saldó la deuda que habíamos contraído con Dios por la desobediencia de nuestros primeros padres y por la que sería causa de todos nuestros pecados.

3.- Esta es la enseñanza que no debemos olvidar y en la que deberíamos meditar asiduamente. Cristo, Dios y hombre verdadero, se anonadó por nosotros y asumió voluntariamente, por obediencia al Padre, la Pasión más dolorosa, física y espiritualmente, y aceptó la muerte más humillante y cruenta, para que nosotros no muriéramos para siempre.

Es absolutamente necesario que esta mirada contemplativa sobre el Misterio de la Redención penetre nuestra alma de tal modo que nuestro corazón se sienta arrebatado por la gratitud permanente a Dios y por un creciente amor hacia él. De estas actitudes ha de brotar el propósito de corresponderle sin reservas.

La contemplación del Misterio de Cristo, muerto para salvar a quienes le hemos ofendido, constituye el camino para lograr la experiencia de Dios. Esa experiencia es condición necesaria para vivir el cristianismo con profundidad y fidelidad . Sin esa experiencia, difícilmente podemos llegar a la verdadera conversión que consiste en negarnos a nosotros mismos para que sea Cristo quien viva y reine en nosotros.

4.- Esto de que Cristo viva y reine en nosotros, es lenguaje que no se entiende sin alcanzar de Dios la gracia de una fe creciente, fuerte y permanente. Sin ella no podemos valorar y desear la experiencia que san Pablo nos cuenta de sí mismo, diciéndonos: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal. 2, 20).

Es cierto que semejante grado de fe y de entrega a Jesucristo, como tarea en que lleguemos a comprometer nuestra libre decisión, requiere tiempo y una continua y progresiva conversión al Señor, tal como la hemos ido considerando a lo largo de la Cuaresma. Pero también es cierto que llegar a esa libre identificación con Cristo, es gracia, es regalo del Espíritu Santo. Regalo que debemos implorar continuamente, al tiempo que vamos acercándonos al Señor mediante la oración y la participación en los Sacramentos. En ellos Jesucristo mismo actúa en favor nuestro, se acerca y se da a cada uno, y va transformándonos gratuitamente por encima de nuestras limitaciones y debilidades.

5.- La fidelidad al Señor, la correspondencia de amor que le debemos, la valentía para proclamar y defender la Verdad y la Bondad de Dios hecho Hombre por nosotros, la capacidad para ser testigos de su amor infinito en medio de un mundo hostil a Dios y a la Iglesia en la que se hace presente a la humanidad, no son alcanzables sin la profunda experiencia de Dios que nos da fuerza en la fe, tesón en el apostolado y confianza en que, a pesar de las apariencias contrarias, Dios llevará a buen término la obra que inició en cada uno de nosotros.

6.- Es absolutamente necesario que meditemos en esta enseñanza que se constituye en centro de la Semana Santa, del Evangelio mismo y, por tanto, de toda la vida cristiana. Esta meditación tiene unos temibles enemigos: la velocidad que dificulta la parada imprescindible para pensar, meditar y contemplar; el ruido exterior e interior que distorsiona la imprescindible serenidad en que ha de explayarse el pensamiento; la superficialidad, el materialismo y el inmediatismo que neutralizan nuestras mejores capacidades, y reducen nuestra libertad de espíritu. Por eso la conversión al Señor exige el dominio sobre nosotros mismos que, en la Cuaresma y en estos días de Semana Santa podemos ejercer con la meditación de la palabra de Dios y con el Sacramento y las prácticas de penitencia.

He aquí la gran riqueza de significado que lleva consigo la celebración del Domingo de Ramos.

7.- Pero la referencia a esa riqueza propia de la fiesta que estamos celebrando, quedaría injustamente mermada si no tuviéramos presente el mensaje de esperanza que le es propio también. Jesucristo, como he apuntado antes, se manifiesta hoy con la dignidad y el poder de la realeza divina que corresponde al Mesías. Por eso es aclamado por el pueblo como el Hijo de David, que viene como rey en el nombre del Señor (cf. Lc. 19, 38). Y manifiesta su realeza entrando triunfalmente en Jerusalén.

Esa realeza de Cristo, al tiempo que nos ayuda a valorar el gesto de infinito amor de Dios que es la redención, abre en nosotros la certeza de que, quien es capaz de sacar de las piedras hijos de Abraham (cf.-----), puede transformar nuestro espíritu débil, rebelde a veces, e inconstante, en siervo fiel, en testigo esforzado y generoso, y en profeta del Misterio salvador. Su celebración solemne y extraordinaria ocupará el centro de estos días, y a los actos litúrgicos correspondientes debemos dedicar nuestra mayor atención.

8.- Pidamos al Señor que nos conceda la fe de quienes le acompañaban en su camino triunfal hacia Jerusalén; de quienes le ponían sus mantos como alfombra, y le aclamaban con clamorosas alabanzas que la maliciosa envidia de los fariseos no podía silenciar. Esa es la llamada que el Señor nos hace en este día para ser testigos de Cristo en nuestro tiempo.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO Vº DE CUARESMA

Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,

Queridos miembros de la Vida Consagrada y seglares que os unís a esta celebración:

Uno de los grandes enemigos de nuestra santificación, de nuestra plenitud humana y sobrenatural según la voluntad del Señor, es la tibieza de nuestra fe. Tibieza que se manifiesta en esa forma de creer que no niega a Dios ni el lugar que le corresponde en la propia vida, pero no se lo concede la preferencia, sino que, con frecuencia, se le supedita a otros intereses del momento. Priva muchas veces el disfrute de la propia vida, y se supedita a ello la atención a Dios que nos la ha dado. Damos preferencia al trabajo y relegamos la atención a Dios que nos ha dado la capacidad misma de trabajar. Y así en otras ocasiones y circunstancias.

Nos preocupa la vida después de la muerte. Sana preocupación, porque para ella hemos sido creados por Dios, y para que podamos alcanzarla Jesucristo se ha entregado a la muerte de Cruz. Sin embargo, dada nuestra habitual tendencia a lo inmediato, a lo sensible, a lo demostrable, a lo apetecible, sucumbimos con frecuencia a lo que podríamos llamar silencios de fe, vacíos de atención a lo que la fe nos enseña y pide. Por eso, el Señor nos hace llegar con frecuencia este mensaje: “Yo soy la resurrección y la vida…el que crea en mí no morirá para siempre” (Jn. 11, 25-26). “El que conmigo no recoge, desparrama” (Lc. 11, 23).

Es verdad que obrar siempre según la voluntad de Dios, dejándose llenar de su gracia y sin oponerle obstáculos evitables, resulta difícil. A veces, hasta el propósito de ser en todo fieles al Señor nos parece arriesgado a la vista de los altibajos de nuestra propia historia. Pero el Señor, cuando n os llama cerca de sí nos anima dándonos a conocer su interés por nosotros. Su amor de Padre Dios es infinito de Padre. Por eso constantemente nos anuncia lo que desea hacer en favor nuestro si le dejamos obrar en nosotros. Nos lo manifiesta en la primera lectura. Nos ha dicho el profeta Ezequiel: “Os infundiré mi espíritu y viviréis; os colocaré en vuestra tierra, y sabréis que yo el Señor lo digo y lo hago” (Ezq. 37, 14).

Esta intervención de Dios en nuestra vida no se opone a nuestra libertad, sino que depende de ella. El Señor se ajusta a nuestra decisión. Así lo manifestó en vísperas de su Pasión contemplando la Ciudad de Jerusalén desde el monte más cercano: Conmovido dijo: “Como la gallina congrega a los polluelos, así he querido yo reuniros, casa de Israel, pero no habéis querido” (Jn. 13, 34).

Es cierto que algunas veces hacemos lo que no quisiéramos hacer, y no hacemos lo que quisiéramos hacer. Nos oponemos a la voluntad de Dios, pero n os duele al mismo tiempo, sin ser capaces de dominar las fuerzas que os arrollan. Entonces la solución está en que, en momentos de serenidad, seamos capaces de suplicar a Dios con las palabras del Salomo interleccional: “Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz: estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica” (Sal. 129). “Si llevas cuenta de los delitos, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto” (Sal. 129, 3-4).

Una vez más queda claro que nuestra vida será estéril o insegura sin recurrir a Dios en la oración, en el encuentro frecuente y sincero con el Señor, confiándole nuestra pequeñez y nuestros mejores deseos de fidelidad. Para no fallar en ello, debemos tener presente lo que el Señor nos enseña hoy a través de San Pablo. Nos dice: “Los que están en la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros” (Rom. 8,8).

En verdad, el Espíritu Santo habita en nosotros desde el Bautismo. Debemos meditar en esta preciosa y profunda verdad que tanto puede ayudarnos a mantener el temple cristiano en este mundo hostil. Pero no podemos quejarnos de nuestras debilidades si olvidamos la fuente de nuestra fortaleza. La fuerza para vencer el mal en cualquiera de sus modalidades nos viene de Dios que ha derramado su Espíritu sobre nosotros haciéndonos el sublime regalo de convertirnos en templos suyos.

Si fuéramos capaces de tener presente esta gran verdad, que es expresión del amor de Dios y de su interés por nosotros, haríamos cosas mayores de las que imaginamos.

Es el Espíritu Santo quien nos inspira lo que debemos pedir a Dios en la oración.

Es el Espíritu Santo quien nos enseña lo que nos quiere decir la palabra de Dios para que seamos capaces de entenderla y cumplirla.

Es el Espíritu Santo el que suscita en nosotros el arrepentimiento cuando nos reconocemos pecadores y quizás incapaces de vencer plenamente nuestras debilidades.

Es el Espíritu Santo el que nos ayuda a esperar pacientemente manteniéndonos constantes en la lucha por alcanzar el bien.

Es el Espíritu Santo quien inspira en nosotros las buenas acciones, y nos conduce por el camino de la verdad y del bien.

Es el Espíritu Santo quien nos ilumina para que descubramos las falacias de este mundo y no sucumbamos a la presión del error, o a la tentación de los bienes efímeros.

La seguridad creyente de que el Espíritu Santo obra en nosotros, es la que puede convencernos de que, cuando nos encontramos débiles, cuando nos sentimos disminuidos por la enfermedad espiritual, que ciega el alma para ver las cosas de Dios, a pesar de todo, podemos resurgir con vitalidad y con esperanza. Este mensaje es el que nos transmite el Señor Jesús cuando le comunican la enfermedad de su amigo Lázaro. Dice entonces: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn. 11, 4).

¡Qué consolador escuchar las palabras del Señor Jesús ante la tumba de Lázaro! Estas palabras tienen especial fuerza, sobre todo, cuando la desesperanza o el pesimismo invaden el alma a causa de los repetidos fracasos en el camino de la necesaria conversión. Dice el Jesucristo: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn. 11, 25-26). “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (Mt. 11, 29-30).

Acudamos al Señor en la Eucaristía para que su presencia sacramental en nuestra alma nos llene de esperanza y no desistamos en el empeño de seguirle. Purifiquemos nuestro espíritu con la gracia de la Penitencia y abramos el corazón a la esperanza de nuestra salvación y de la transformación del mundo.

Que la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos alcance la gracia de purificar y fortalecer nuestra fe para que progresemos en la conversión y seamos cada día mejor templo vivo del Espíritu Santo.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA DEL DOMINGO IV DE CUARESMA 2011

Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Queridos hermanos y hermanas seglares que participáis en esta Eucaristía:


1.- Si lo pensamos bien, podremos llegar a comprender que un enemigo muy peligroso de cada uno es él mismo. Es cierto que todos quisiéramos obrar el bien. Pero unas veces dándonos cuenta de que no sabemos qué hacer y cómo comportarnos, y otras veces llevados de nuestra propia ignorancia inconsciente para descubrir y valorar la verdad, es frecuente que nos engañemos a nosotros mismos. El motivo de este posible engaño está, generalmente, en que deseamos que el bien coincida con el agrado y con la satisfacción imaginada que constantemente deseamos a causa de nuestro profundo deseo de felicidad. Y esta coincidencia entre nuestros deseos espontáneos o instintivos y aquello para lo que estamos llamados, y que constituye nuestro deber y nuestro camino de plenitud, no siempre es posible. El motivo está en que el deseo de satisfacción, de goce personal y de la soñada felicidad obedece, en muchas ocasiones, a lo imaginado por la presión de nuestros instintos y por la influencia del ambiente en que vivimos; ambiente que con frecuencia queda lejos de la rectitud, de la verdad y del bien.


2.- A la felicidad auténtica solo puede contribuir aquello que coincide con la voluntad de Dios. Paradógicamente, la voluntad de Dios está vinculada al ejercicio del bien; y éste no siempre va acompañado de satisfacciones y sensaciones placenteras. Por el contrario, generalmente comporta la exigencia de sacrificios, de dominio de sí mismo, de desprendimiento, de paciencia, de espíritu de servicio y de generosidad en el servicio a los demás antes que en la propia complacencia.


Cuando los humanos llegan a pedirnos cuenta de lo que hacemos buscando la felicidad, es muy posible que respondamos con sinceridad afirmando que lo hecho obedecía al convencimiento de que eso era lo bueno y lo oportuno de acuerdo con la voluntad de Dios. Si no era así, pero así lo veíamos a causa de nuestra ignorancia, posiblemente nos cueste aceptar la enmienda de nuestro comportamiento y de la escala de valores que lo condicionaba. Pero, si reflexionamos con humildad y con la convicción de que Dios nos está ayudando a través de quienes merecen nuestra atención, podemos llegar al convencimiento de que no habíamos acertado con lo que creíamos que era la verdad y el bien. Entonces, con la ayuda de la caridad fraterna podremos ejercer nuestra prudente corrección. La humildad personal nos ayudará a acepta la corrección de los hermanos. Con ello habremos dado un paso importante en el camino de nuestra plenitud, abiertos con sinceridad a la necesaria conversión de que tanto se nos habla en la Cuaresma.


3.- Pero puede ocurrir que nuestro comportamiento obedezca a intereses no confesados, a instintos no dominados, o a objetivos que pueden pasar por dignos si los sabemos presentar bien a los ojos de nuestros semejantes. Pero en ello no hay verdad, no existe la sinceridad, y no se camina hacia el bien. No obstante, es muy posible que la tentación obre con tanta fuerza en nosotros, que presentándonos el éxito y la consiguiente satisfacción, al menos momentánea, nos confunda y nos subyugue atándonos a esos comportamientos ciertamente distantes de la voluntad de Dios y del camino de nuestra plenitud. Desde luego, esa satisfacción vivida fraudulentamente no nos llevará jamás a la felicidad tal como el Señor la quiere para nosotros. Por el contrario, nos llevará a la esclavitud, porque sólo la verdad nos hará libres (cf.Jn. 8, 3), dice Jesucristo.


4.- Sobre todo esto, hay algo definitivamente importante ante lo que nos pone hoy la palabra de Dios para que nos convenzamos de que, a veces, podemos estar engañando a nuestros semejantes; de que podemos engañarnos hasta nosotros mismos a fuerza de razonar llevados de una falsedad apetecible. Pero a Dios no podemos engañarlo jamás. Bien claro nos lo dice hoy la primera lectura tomada del libro primero de Samuel. Cuando se trataba de elegir al futuro rey de Israel, Samuel quedó prendado de las apariencias de Eliab. “Pero el Señor dijo a Samuel: “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón” (I Sam. 16, 7).


Si aprendemos bien esta lección , entenderemos que no merece la pena engañar ni engañarnos en lo que se refiere a la elección del bien obrar. Lo verdaderamente definitivo es la transparencia ante el Señor “que ve en los escondido del corazón” (1 Sam, 16, 7).


Por tanto, nuestro programa de conversión cuaresmal debe ser amar la verdad más que a nosotros mismos, porque la verdad nos acerca a Dios que es la Verdad por excelencia, la fuente de toda verdad y del sumo bien que nos lleva a la felicidad. Felicidad ésta que supera el dolor de las contrariedades terrenas y que es compatible con la vivencia del sacrificio necesario para afrontar con justicia las diversas situaciones de nuestra vida. Por tanto, estamos hablando de la felicidad interior. Esa es la felicidad verdadera, la que podemos alcanzar en esta vida, la que llega al alma fiel empeñada en construir la propia vida en la verdad y en el bien trascendentes, la que no está sometida a la tentación de la satisfacción inmediata, terrena, inmanente que no pueden saciar el corazón. Nuestro corazón está hecho para el infinito, y no quedará satisfecho hasta que descanse en Dios.


5.- San Pablo nos resume cuanto venimos diciendo: “Caminad como hijos de la luz (toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz) buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien poniéndolas en evidencia” (Ef. 5, 8).


Hagamos un acto de fe sincero y firme en el poder del Señor para encauzar nuestra vida y para vencer los engaños terrenos, como Jesucristo enseña y pide al ciego de nacimiento diciéndole: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?” (Jn. 9,39). Y a la respuesta afirmativa del ciego ya curado, añade el Señor: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven se queden ciegos” (Jn. 9--). Con esto aludía el Señor a los que dicen que ven, opero obran exclusivamente según el propio criterio o la propia conveniencia sin dejarse iluminar por la palabra de Dios. Por eso, cuando los fariseos preguntaron a Jesús: “ ¿También nosotros estamos ciegos?. Jesús les contestó: Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece” (Jn. 9, 41). El pecado está en simular una razón que pueda parecer honesta y válida, y, en cambio, estar movido por intereses turbios.


6.- Al acercarnos a la sagrada Eucaristía pidamos al Señor que nos conceda la valentía y la fortaleza para admitir y dar primacía siempre a la verdad en nuestra vida, para ordenar nuestras actitudes y comportamientos según la verdad de Dios, y para no sucumbir a los intereses mezquinos pretendiendo disimularlos con argumentos falaces.


QUE ASÍ SEA