Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Queridos miembros de la
Vida Consagrada y fieles laicos:
1.- La liturgia del
Domingo de Ramos es como una síntesis de cuanto vamos a celebrar durante la
Semana santa. Contemplamos hoy a Jesucristo entrando en Jerusalén sobre una
cabalgadura que había mandado traerle. Iba acompañado por quienes le conocían
como hombre bueno, como un profeta, o incluso como el Mesías que había de venir,
como el Hijo de David que merecía ser aclamado en las alturas. No podía ser de
otro modo. Era necesario que sus discípulos y seguidores le tributaran sentidas
alabanzas porque pasó haciendo el bien. Tenían que clamar en su favor los que le
reconocían como enviado de Dios.
Pero no todos los que le
veían pasar pensaban lo mismo, ni experimentaban esa alegría ante Jesús. Por el
contrario, consideraban injustas esas alabanzas, y se sentían molestos ante ellas.
Sin embargo, Jesucristo, ante quienes le increpaban para que hiciera callar a
la multitud que le vitoreaba, dijo bien claro: “si estos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40).
2.- ¡Qué mensaje tan
claro y tan comprometedor! La Verdad y la luz no pueden quedar ocultas. De
algún modo y en algún momento han de brillar porque la humanidad las necesita y
Dios así lo quiere. El Señor nos ha dicho que “no se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino para
ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa” (Mt. 5, 15). Es
una verdadera injusticia privar de ella a nuestros semejantes porque, sin la
luz de la verdad, no se puede llegar a descubrir el sentido de la propia
existencia, el misterio que nos acoge después de la muerte, y el camino que
debemos recorrer para acertar en el peregrinaje por este mundo. Y todo esto es
lo que más inquieta a las personas cuando son capaces de reflexionar superando
las olas de superficialidad y las avasalladoras prisas por gozar lo que piden
los instintos o imponen los arrastres sociales.
3.- La
realidad de Dios hecho hombre para salvarnos; la bondad del hijo del carpintero,
que pasaba por doquier haciendo el bien; ese hombre que, misteriosamente, era
Dios al mismo tiempo; ese judío que había proclamado el perdón y había invitado
al sincero arrepentimiento; ese nazareno justo que había sido anunciado por
Juan Bautista como “el Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo” (Jn. 1, 29), no podía pasar desapercibido.
Tenía que ser proclamado con gritos de alabanza por quienes habían
experimentado su bondad y la fuerza de Dios que actuaba en sus palabras y en
sus obras. Por eso nosotros, al procesionar con los ramos en memoria de aquel acontecimiento,
hemos cantado también: “¡Hosanna! Bendito
el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel” (Jn. 12, 13 ).
En el domingo de Ramos se
constata claramente la verdad y el sentido de aquellas palabras con que
Jesucristo oró al Padre diciendo: “Te doy
gracias, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se
las has revelado a la gente sencilla” (Lc 10, 21). Sabemos que los sabios,
conocedores de la ley y los profetas, no habían sido capaces de ver en
Jesucristo al Hijo de Dios.
4.- Este hecho y estas
palabras encierran para nosotros un importante mensaje, especialmente oportuno
en estos momentos. La santa Madre Iglesia, a través de los últimos Papas, y
ahora especialmente con la llamada del Papa Francisco, nos urge a realizar la
preciosa tarea de la Evangelización. Para ella confía en nosotros, que no somos
personas de relevancia social, que no somos los sabios de este mundo, que no
tenemos especiales dotes para comunicar nuestra fe y nuestra experiencia de
Dios y convencer a quienes nos ven o nos escuchan. Por ello, sorprende
constatar que el Señor y la Iglesia confíen en nosotros sabiendo que, a causa
de nuestras debilidades y pecados, no somos testigos convincentes de la verdad
que predicamos. Sin embargo no debe extrañarnos el haber sido elegidos para
llevar al mundo el Evangelio.
Jesucristo no quiere
brillantes discursos para dar a conocer la verdad y el amor de Dios. Jesucristo
quiere que comuniquemos, con nuestras obras y palabras, la experiencia gozosa
de que Dios nos ama a pesar de nuestros pecados. Precisamente porque somos
pecadores, se ha hecho hombre y ha entregado su vida como ofrenda agradable al
Padre. Su gesto de obediencia fue pleno e incondicional. Por eso, cumpliendo
plenamente lo que el Padre le había mandado, acaba con el desastre causado por
la desobediencia continua de la humanidad desde Adán y Eva hasta el fin de los
tiempos. ¡Qué grande y generosa fue la obediencia de Jesucristo!. Asumió voluntariamente
el descrédito, los insultos, las blasfemias y cuanto cayó sobre Él hasta morir clavado
en la cruz para pagar por nuestros pecados.
4.- ¿Es posible un
comportamiento semejante al que tuvo y tiene Jesucristo con nosotros si no fuera
movido por un amor infinito? Ciertamente no. Pero Jesucristo, puesto que er y
es Dios verdadero, nos amó y nos ama hasta el extremo (cf. Jn, 13,1).
Tendríamos que
preguntarnos: ¿Por qué recurrimos al Señor para que nos favorezca en los
proyectos personales, y no acudimos a darle gracias porque es el único que nos
ama a pesar de todo? ¿Por qué no le pedimos que nos enseñe y nos ayude a
quererle como corresponde? Y, si el hecho de encontrarnos con el maravilloso
regalo de ese amor de Dios -que Jesucristo nos manifiesta con su Pasión y con
su muerte- nos ayuda a orientar nuestra vida y a recorrer nuestro camino con esperanza,
¿por qué no nos decidimos a darlo a conocer a quienes viven lejos o de espaldas
a Dios? Quien vive sin Dios pierde la mayor parte de su vida, no saborea lo más
importante de su existencia y de la relación con las personas que les rodean.
5.- El profeta Isaías nos
recuerda en la primera lectura de esta Misa algo que deberíamos tener muy
presente. Poniendo en labios de Jesús esta oración dice: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al
abatido una palabra de aliento” (Is. 50, 4). Para que nosotros podamos
cumplir con el deber cristiano de manifestar a Jesucristo a quienes no le
conocen y, en consecuencia, no pueden sentirse amados como nosotros nos
sentimos, tenemos que pedir constantemente al Señor que nos ayude a saber ser
apóstoles. Todos necesitamos que Dios nos perdone y nos ayude. Pidamos esta
gracia para nuestros semejantes.
6.- Que la contemplación
de la Pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, que vamos a celebrar en
estos días de la Semana Grande para los cristianos, nos estimule para que
sigamos a Jesucristo correspondiendo a su amor. Y que la vivencia de los
Misterios de Cristo sea un punto de partida para que nos lancemos a evangelizar
a quienes no conocen, o no conocen bien a Jesucristo. De algún modo somos
responsables de que alcancen la libertad interior, la paz del alma, la
esperanza en un futuro radicalmente mejor, y la auténtica libertad.
Que la santísima Virgen
María, profunda conocedora de Jesucristo, y apóstol de su amor y de su misericordia,
nos ayude a vivir estos días como un verdadero regalo de Dios.
QUE ASÍ SEA
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