Queridos hermanos Sacerdotes,
miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos todos:
1.- Acabamos de escuchar
el relato la Pasión de nuestro Señor Jesucristo. Parece increíble. Si la
escuchamos con atención y vamos pensando lo que supuso cada uno de los momentos
que atravesó realmente el Hijo de Dios hecho hombre, podremos entender la
gravedad del pecado cuyo perdón requirió tanto sufrimiento corporal y
espiritual del Justo. Él es el único inocente ante Dios.
Su prendimiento a
traición, vendido por uno de sus íntimos; el juicio al que fue sometido,
despiadada e injustamente, por los torcidos intereses de los que le juzgaban;
el trato despiadado que le dieron los esbirros castigándole con azotes e
insultos, y burlándose de su auténtica realeza con una corona de espinas; el
espeluznante espectáculo del camino hacia el Calvario, llevando su propio
instrumento de suplicio; el dolor insuperable al ser clavado sanguinariamente
en la cruz; el golpe tan dolorosamente emocional que supuso el encuentro con su
Madre cuando cargaba, casi exhausto, con el peso de su propio patíbulo; la
tremenda soledad que experimentó hasta sentirse abandonado por su Padre, y
tantos otros momentos y situaciones que conocemos, son muestras de la gravedad
y del sinsentido de nuestros pecados.
2.- Por todo eso, el Viernes
Santo debe ser un tiempo de silencio en que cada uno meditemos sobre la
historia de nuestras relaciones con Dios y sobre nuestro comportamiento en el
mundo según la responsabilidad que a cada uno corresponde.
A la vista de nuestra
mezquindad, de la tibieza espiritual que nos invade tan frecuentemente, de las
reincidentes caídas, y de nuestra falta de una adecuada penitencia, debemos
elevar nuestra súplica, especialmente hoy, pidiendo al Señor la gracia de ser
capaces de un verdadero arrepentimiento.
3.- Al comenzar esta Celebración litúrgica, de pie ante el altar desnudo (que simboliza a Jesús desnudo en la cruz y sepultado); y estando oscuro el templo (como símbolo de la gravedad de las tinieblas que llenan un día tan doloroso y lleno de misterio por la muerte de Jesucristo), he pedido al Señor por todos nosotros; y he suplicado que no mire nuestros pecados sino que tenga en cuenta su amor divino, propio de un auténtico Padre. Y que considere que su ternura y su misericordia son infinitas. Creyendo firmemente que así es el amor que Dios nos tiene a pesar de todo, y considerando su infinita misericordia, he pedido que nos santifique y nos proteja siempre. De lo contrario no tendríamos salvación ninguna.
Sin embargo, esta oración carecería de sentido
a no ser que entendiéramos muy bien, que Jesucristo no es el suplente de
nuestras impotencias y el remedio de nuestras incoherencias. Jesucristo no es
el criado incondicional que acude, obediente, a suplir las torpezas conscientes
que son nuestros pecados. Jesucristo es el Hijo de Dios que se ha convertido en
el hermano que ha dado la cara por nosotros, que voluntariamente ha asumido el
castigo que merecíamos por nuestros pecados, y que se ha convertido en la
puerta de nuestra salvación. Por eso, Jesucristo, en su pasión, muerte y
resurrección se nos ofrece como la fuente de una esperanza gracias a la cual
podemos superar todos nuestros fracasos. Él ha hecho posible, que podamos renovar
siempre, con toda sinceridad, nuestra confianza filial y recurrir, humilde y
confiadamente, a quien es “Padre de las
misericordias y Dios de todo consuelo” (2Cor 1, 3).
4.- Jesucristo Nos
alienta a ello la profecía en la que Isaías nos dice hoy: “Mi siervo justificará a muchos cargando con los crímenes de ellos (…
); Él tomó el pecado de muchos e
intercedió por los pecadores” (Is 53, 12).
En el refranero español
se dice: “Nobleza obliga”. Esto quiere decir que, si somos conscientes del amor
con que hemos sido tratados por Dios hasta recibir el ofrecimiento gratuito del
perdón que no merecíamos, debemos ser agradecidos. Y Jesucristo nos ha enseñado
que la mayor gratitud hacia Él consiste en que tratemos a nuestros hermanos
como él nos ha tratado. Ellos, y especialmente los más necesitados, son imagen
de Jesucristo. Por eso, el Señor nos enseñó a orar constantemente diciendo: “Padre nuestro … perdona nuestras ofensas
como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6, 9ss).
5.- Dada la dificultad que
supone para nuestra debilidad el cumplimiento de todo cuanto hemos pedido, y
temiendo caer en nuevas incoherencias o tibiezas, debemos hacer nuestras las
palabras del salmo responsorial con las que Jesucristo culminó su camino sobre
la tierra: “A tus manos encomiendo mi
espíritu; tú, el Dios leal, me librarás” (Sal 31, 6).
Acudamos al amparo
maternal de la santísima Virgen María, mujer fuerte que acompañó a Jesucristo y
soportó con dignidad la espada de dolor que supuso la pasión y muerte de su
Hijo, y, confiando en su intercesión, “Acerquémonos confiadamente al trono de
Gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en
tiempo oportuno” (Hebr 4, 16).
QUE ASÍ SEA
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