HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO 2014

Queridos hermanos Sacerdotes, miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos todos:

1.- Acabamos de escuchar el relato la Pasión de nuestro Señor Jesucristo. Parece increíble. Si la escuchamos con atención y vamos pensando lo que supuso cada uno de los momentos que atravesó realmente el Hijo de Dios hecho hombre, podremos entender la gravedad del pecado cuyo perdón requirió tanto sufrimiento corporal y espiritual del Justo. Él es el único inocente ante Dios.
Su prendimiento a traición, vendido por uno de sus íntimos; el juicio al que fue sometido, despiadada e injustamente, por los torcidos intereses de los que le juzgaban; el trato despiadado que le dieron los esbirros castigándole con azotes e insultos, y burlándose de su auténtica realeza con una corona de espinas; el espeluznante espectáculo del camino hacia el Calvario, llevando su propio instrumento de suplicio; el dolor insuperable al ser clavado sanguinariamente en la cruz; el golpe tan dolorosamente emocional que supuso el encuentro con su Madre cuando cargaba, casi exhausto, con el peso de su propio patíbulo; la tremenda soledad que experimentó hasta sentirse abandonado por su Padre, y tantos otros momentos y situaciones que conocemos, son muestras de la gravedad y del sinsentido de nuestros pecados.

2.- Por todo eso, el Viernes Santo debe ser un tiempo de silencio en que cada uno meditemos sobre la historia de nuestras relaciones con Dios y sobre nuestro comportamiento en el mundo según la responsabilidad que a cada uno corresponde.
A la vista de nuestra mezquindad, de la tibieza espiritual que nos invade tan frecuentemente, de las reincidentes caídas, y de nuestra falta de una adecuada penitencia, debemos elevar nuestra súplica, especialmente hoy, pidiendo al Señor la gracia de ser capaces de un verdadero arrepentimiento.

3.- Al comenzar esta Celebración litúrgica, de pie ante el altar desnudo (que simboliza a Jesús desnudo en la cruz y sepultado); y estando oscuro el templo (como símbolo de la gravedad de las tinieblas que llenan un día tan doloroso y lleno de misterio por la muerte de Jesucristo), he pedido al Señor por todos nosotros; y he suplicado que no mire nuestros pecados sino que tenga en cuenta su amor divino, propio de un auténtico Padre. Y que considere que su ternura y su misericordia son infinitas. Creyendo firmemente que así es el amor que Dios nos tiene a pesar de todo, y considerando su infinita misericordia, he pedido que nos santifique y nos proteja siempre. De lo contrario no tendríamos salvación ninguna.
 Sin embargo, esta oración carecería de sentido a no ser que entendiéramos muy bien, que Jesucristo no es el suplente de nuestras impotencias y el remedio de nuestras incoherencias. Jesucristo no es el criado incondicional que acude, obediente, a suplir las torpezas conscientes que son nuestros pecados. Jesucristo es el Hijo de Dios que se ha convertido en el hermano que ha dado la cara por nosotros, que voluntariamente ha asumido el castigo que merecíamos por nuestros pecados, y que se ha convertido en la puerta de nuestra salvación. Por eso, Jesucristo, en su pasión, muerte y resurrección se nos ofrece como la fuente de una esperanza gracias a la cual podemos superar todos nuestros fracasos. Él ha hecho posible, que podamos renovar siempre, con toda sinceridad, nuestra confianza filial y recurrir, humilde y confiadamente, a quien es “Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo” (2Cor 1, 3).

4.- Jesucristo Nos alienta a ello la profecía en la que Isaías nos dice hoy: “Mi siervo justificará a muchos cargando con los crímenes de ellos (… ); Él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores” (Is 53, 12).
En el refranero español se dice: “Nobleza obliga”. Esto quiere decir que, si somos conscientes del amor con que hemos sido tratados por Dios hasta recibir el ofrecimiento gratuito del perdón que no merecíamos, debemos ser agradecidos. Y Jesucristo nos ha enseñado que la mayor gratitud hacia Él consiste en que tratemos a nuestros hermanos como él nos ha tratado. Ellos, y especialmente los más necesitados, son imagen de Jesucristo. Por eso, el Señor nos enseñó a orar constantemente diciendo: “Padre nuestro … perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6, 9ss).

5.- Dada la dificultad que supone para nuestra debilidad el cumplimiento de todo cuanto hemos pedido, y temiendo caer en nuevas incoherencias o tibiezas, debemos hacer nuestras las palabras del salmo responsorial con las que Jesucristo culminó su camino sobre la tierra: “A tus manos encomiendo mi espíritu; tú, el Dios leal, me librarás” (Sal 31, 6).
Acudamos al amparo maternal de la santísima Virgen María, mujer fuerte que acompañó a Jesucristo y soportó con dignidad la espada de dolor que supuso la pasión y muerte de su Hijo, y, confiando en su intercesión, “Acerquémonos confiadamente al trono de Gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en tiempo oportuno” (Hebr 4, 16).



QUE ASÍ SEA

No hay comentarios: