HOMILÍA EN EL DOMINGO DE PASCUA 2014

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

“Cristo ha resucitado. Resucitemos con Él” (Liturgia de las Horas). ”Muerte y vida lucharon, y la muerte fue vencida” (Liturgia de las Horas). Esta es nuestra esperanza, tantas veces dormida por la influencia pesimista del ambiente adverso a la fe en Cristo Jesús, y por la repetida constatación de nuestras propias debilidades y pecados.

Pero la experiencia personal nos dice que la torpeza de nuestro espíritu, empujado por nuestras debilidades y concupiscencias, es capaz de confesar la divinidad de Jesucristo y la verdad de su obra redentora y, sin embargo, vivir en la tibieza y en la rutina interior, lejos de la conciencia profunda de que hemos sido salvados por Jesucristo. Por estas desafortunadas circunstancias nos perdemos lo mejor. Porque lo mejor es el gozo continuado de sentirnos amados, salvador y acompañador por Dios a lo largo de este peregrinaje terreno hacia la patria celestial.

Tan importante es mantener viva nuestra fe en el misterio de amor de Dios, manifestado en la entrega de Jesucristo hasta la muerte para salir fiador por nosotros; tan importante es profundizar en la riqueza de la presencia continuada de Jesucristo glorioso entre nosotros hasta el fin del mundo como compañero de camino; tan importante es mantener viva la fe y la esperanza en que la celebración de la Eucaristía nos permite participar cada día del encuentro de amor y de gratitud hacia Dios vencedor de la muerte y misericordioso e indulgente ante nuestro pecado; tan importante es recordar que Jesucristo ha subido al cielo para prepararnos un lugar feliz junto a Él por toda la eternidad; tan importante es todo esto, que nos debemos sentir obligados a comprometernos con dos cosas.

La primera, nos la recuerda la oración inicial de la Misa: tenemos que orar constantemente al Señor pidiéndole que nos conceda la renovación de nuestra realidad personal, para que logremos resucitar a la luz de la vida.

Resucitar a la luz de la vida significa, entre otras cosas, ser capaces de avivar la fe que nos permite descubrir nuestra realidad verdadera, tantas veces contradictoria a causa de nuestras vacilaciones ante el bien que debemos descubrir y hacer.

Resucitar a la luz de la vida es mantener viva la fe en que nuestro apoyo imprescindible para vivir en la verdad, en la rectitud y en la esperanza es permanecer unidos a Jesucristo. Y esta unión se logra, se acrecienta y se mantiene con la escucha atenta y religiosa de la Palabra de Dios, con la oración devota y frecuente, y con la participación consciente y agradecida en los Sacramentos, especialmente en los de la Penitencia y de la Eucaristía.

La segunda cosa a la que nos compromete haber creído en la resurrección de Jesucristo y haber gozado de ella con el perdón de nuestros pecados, es cumplir con el mandato de Jesucristo antes de ascender a los cielos. Ese mandato es el de predicar el Evangelio a todos los pueblos. Mandato que, en nosotros se concreta muy especialmente en ser apóstoles del mensaje de salvación a quienes viven cerca de nosotros.

La resurrección de Jesucristo, verdad que da un giro total a nuestra vida, es un hecho real que podemos percibir y gozar gracias a la fe. Pero debemos saber que, como nos dice hoy la Palabra de Dios, esa fe, esa novedad, la ha concedido el Señor a quienes él había designado. A nuestra responsabilidad no corresponde saber quienes han sido designados por Dios, sino predicar el Evangelio a los que no conocen a Jesucristo¸ “dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos” (Hch. 10, 43).

Los que sabemos que hemos sido designados por Dios para conocer y disfrutar de las verdades que nos enseña el santo Evangelio, debemos sentirnos inexcusablemente elegidos y enviados para ser testigos de la verdad y de la salvación de Jesucristo con nuestras obras y palabras, como nos enseña la Iglesia. Así nos lo invita a prometer el salmo responsorial que hemos recitado: “No he de morir (no me he de rendir, ni he de olvidarme), viviré para contar las hazañas del Señor” (Sal. 117, 17).

Esta manifestación de fe y de ánimo apostólico, ganados por el impacto esperanzador de la resurrección de Jesucristo, ha de estar presente, al menos en la memoria, durante toda nuestra vida; especialmente en los momentos de mayor dificultad, cuando percibamos que los arquitectos de esta sociedad desechan en sus decisiones la palabra y la obra de Jesucristo creador y salvador nuestro. La razón de ello está en el hecho incuestionable que nos transmite la palabra de Dios diciendo: “La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente” (Sal 117, 23).

Queridos hermanos sacerdotes, miembros de la Vida Consagrada y seglares todos: asumo como llamada para mí, y os encarezco a vosotros, que “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col. 3, 1).

Conscientes de la grandeza de cuanto nos ha regalado el Señor con la obra de su redención, y confiados en que Jesucristo quiere hacernos beneficiarios de ella, si la pedimos y nos disponemos a acogerla con el corazón abierto, unámonos en la oración que nos propone la Secuencia que hemos recitado antes del Evangelio: “Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa.”


QUE ASÍ SEA

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