HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA ASCENSIÓN (2014)


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

1.- No dudo de que en el corazón de los cristianos esté presente la esperanza de salvación definitiva después de la muerte. Para eso se ha encarnado Jesucristo en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María, y por eso se ha ofrecido al Padre en la Cruz como sacrificio de expiación por nuestros pecados. Pero una cosa es creer mentalmente en la vida eterna, y otra esperar con toda esperanza que el Señor quiere concedernos la gloria y la felicidad plenas por toda la eternidad. En el catecismo estudiábamos que Dios nos ha creado para amarle y servirle en esta vida y gozarle eternamente después en la otra.

Sin embargo, mientras no creamos firmemente en la salvación; mientras no tengamos claro que el Señor está empeñado en llevarnos junto a él para siempre; mientras no descubramos, no solo intelectual sino también vivencialmente, que esta vida, que ahora disfrutamos, es camino hacia la otra; mientras no estemos convencidos de que el fin de esta vida no es un lastimoso truncamiento ni una lamentable ruptura de lo que tenemos derecho a vivir y disfrutar; mientras no tengamos claro que la muerte es el paso necesario hacia la segunda parte de vida para la que Dios nos ha creado; mientras no lleguemos a sentir interiormente que fuimos creados para vivir en plena, feliz y permanente relación con Dios, y que en ello está nuestra plenitud, no alcanzaremos a descubrir de verdad el sentido profundo y pleno de esta vida y no llegaremos a amarla de verdad y como es debido. Mientras nuestra fe y nuestra esperanza no estén bien fundadas en el conocimiento del plan de Dios sobre el mundo y sobre la humanidad, no lograremos la disposición interior necesaria para ofrecer a Dios, cada día y en el momento de nuestra muerte, todo lo que somos y tenemos y que hemos recibido de su amor infinito. Por la misma razón, no acabaremos de rezar el Padrenuestro haciendo nuestras y recitándolas de verdad, las palabras con que termina el Padrenuestro sobre todo al decir: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

A simple vista parece que estas reflexiones son innecesarias puesto que, como cristianos creemos en la vida eterna. En cambio, el Señor, en el Santo Evangelio, no cesa de ofrecernos elementos de reflexión en los que vayamos fundamentando con claridad y firmeza la verdad de cuanto nos enseña.

2.- Hoy, en solemnidad litúrgica de la Ascensión de nuestro Señor Jesucristo a los Cielos, la santa Madre Iglesia nos invita a considerar las razones profundas de nuestra esperanza de salvación.

En la oración con que ha comenzado la Santa Misa, hemos pedido al Señor que nos conceda vivir de tal modo la promesa de salvación, que lleguemos a sentirnos felices y a darle gracias, porque la Ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria. Esto equivale a decirle a Dios que nos ayude a entender que, si Jesucristo ha resucitado después de morir en la cruz, también nosotros resucitaremos con él a una vida nueva. Y que la Ascensión de Jesucristo, que es la expresión plena de su victoria alcanzada con la resurrección de entre los muertos, es ya nuestra victoria. Pedimos a Dios que nos ayude a entender y a vivir con gozo que, si Jesucristo ha vencido a la muerte, nosotros participaremos de esa victoria en la que Dios Padre ha centrado su Alianza de amor y de salvación para cuantos creen en él, según sus respectivas posibilidades.

Queridos hermanos todos: esa es nuestra esperanza. Esa es la esperanza que nos mantiene en la lucha diaria para amar a Dios como se merece, y para alcanzar la fidelidad que es necesaria para cumplir la Alianza nueva y eterna sellada con la sangre de Jesucristo.

3.- Esta esperanza es la que necesitamos y que puede llenar de gozo el alma, a pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestras tibiezas dolorosamente recordadas, a pesar de nuestros errores tras de los cuales hemos podido arrastrar a otros, y a pesar de nuestras constantes debilidades.

Esta esperanza firme, ha de nacer de la escucha atenta y religiosa de la Palabra de Dios, meditada asiduamente con recogimiento interior. Es la Palabra de Dios la que nos descubre la Verdad de nuestra existencia, y la que orienta nuestros pensamientos para que nuestros caminos coincidan con los del Señor, no solo en los propósitos, sino en las actitudes y en los comportamientos.

Hoy la santa Madre Iglesia nos convoca a que tomemos con empeño disponernos para que se cumpla en notros la oración de Jesucristo después de la última Cena: “Padre, quiero que donde estoy yo, estén también ellos conmigo”.

4.- Pidamos a Dios, por intercesión de la santísima Virgen María, que es bienaventurada porque ha creído (cf. Lc. 1, 45), y que puso su vida al servicio de la voluntad de Dios, que nos ayude a creer firmemente en la promesa del Señor, a vivir con esperanza, y a ser, con nuestra vida, testigos de la alegría interior que nos da la fe en Jesucristo resucitado y ascendido al Cielo.

QUE ASÍ SEA.

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