En la Vigilia de Pentecostés
Queridos
hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos
miembros de los Equipos de Nuestra Señora,
Hermanos
todos que os unís a esta celebración:
1.-
Lo que S. Pablo nos ha dicho hoy en la primera lectura de esta celebración, se
refiere a nuestra espera de la vida eterna, a la tensión que vivimos mientras
aguardamos la redención de nuestro cuerpo; esto es: mientras esperamos la
salvación definitiva, la gloria eterna junto a Dios en los cielos. Ese gemido
interior que sentimos, nace de la constatación de los dolores que sufre la
creación porque no la tratamos según el mandato del Señor desde el principio,
tanto en lo que concierne a las personas como al resto de la creación. Ese
gemido también brota del conocimiento de las incoherencias y transgresiones que
salpican nuestra vida haciéndonos sentir el peligro de no llegar a la meta para
la que nos ha llamado el Señor. El Señor nos hace sentir con una dureza especial,
esa tragedia que supone hoy la crisis familiar tan extendida bajo tantas formas
distintas, apoyada por acciones políticas y cultivada en los ambientales
sociales procurados por diversos intereses que nada tienen que ver con el bien
de la familia.
2.- No debemos ceder al
pesimismo. Su causa puede ser, muchas veces, una consideración parcial de la
realidad familiar centrada en lo negativo y en la abundancia de las familias
que lo sufren. El Señor, que nos llama siempre a la esperanza, nos brinda, también
siempre, suficientes motivos para albergarla de forma realista en nuestra alma.
Nuestro cometido al
escuchar la palabra de Dios en esta celebración, que tiene una intención y un
color especialmente familiar, es pensar qué debemos hacer cada uno, individualmente
y formando parte de una realidad asociada, para paliar esos dolores, como de
parto, que sufre la familia en nuestro tiempo y en nuestra realidad social.
Ello nos exige hacer un acto de fe en que Dios nos ha constituido como luz del
mundo (cf Mt. 5, 14), capaces de contribuir a romper la oscuridad o las
tinieblas en que viven y se autodestruyen tantas familias en tantos lugares de
esta aldea global.
3.-
Las posibilidades apostólicas de cada persona y de cada institución cristiana
no dependen de nuestras fuerzas, ni quedan necesariamente recortadas por el
grado del mal que deseamos vencer. Las posibilidades apostólicas para romper
las tinieblas que sofocan la vida de tantas familias, con las que nos
relacionamos de un modo u otro, depende, por una parte, de la relación entre
nuestra disposición y el esfuerzo que ponemos en realizarla. Por otra parte, y
de modo prioritario e imprescindible, nuestras posibilidades apostólicas
dependen de la acción del Espíritu Santo.
A veces puede parecernos
que, con un método nuevo podemos alcanzar mejores frutos apostólicos. Y como
eso también es importante, deberemos poner todo el interés en ello. De orto
modo seríamos irresponsables y desobedientes ante Dios que nos ha llamado a
vitalizar cristianamente la familia. Pero, si creemos firmemente que el éxito
de nuestro apostolado es fruto de la acción del Espíritu Santo, tendremos que
unir al esfuerzo humano la oración persistente y confiada.
Quiero
decir algo más que no podemos olvidar en nuestra acción apostólica si
verdaderamente la realizamos obedeciendo y siguiendo a Jesucristo. Puede
resumirse de este modo: Jesucristo nos redimió con el terrible fracaso que
culminó en el sacrificio de la cruz. Por tanto, es necesario entender bien que
el apostolado a que estamos llamados, y que nos gustaría llevar a cabo, ha de
basarse en la entrega generosa a la realización de cuanto entendamos que está
en nuestras manos. Junto a ello, y de modo inseparable, deberá estar la
disposición a ofrecer a Dios tanto los éxitos como los fracasos, sin
vanaglorias por lo conseguido y sin retiradas ni pesimismos a causa de las
decepciones. Nuestra actitud ha de ser la fe en las palabras que hemos
escuchado en la primera lectura: “Así
dice el Señor: derramaré mi espíritu sobre toda carne” (Jo.2, 28).
4.-
Es necesario insistir en que debemos poner toda la confianza en la promesa del
Señor porque, de lo contrario, podemos caer en el error de pensar que el
apostolado es obra, sobre todo, de nuestra generosidad y de nuestra creatividad.
Y, cuando llegue el momento de postrarnos ante el Señor para orar por la misión
evangelizadora que nos corresponde llevar a cabo, tengamos en cuenta que, como
dice S. Pablo, “el Espíritu viene en
ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos
conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables”
(Rom. 8, 26).
5.-
Necesitamos volver con frecuencia sobre nosotros mismos para revisar nuestras
actitudes y comportamientos en todos los ámbitos de nuestra vida. En estos
momentos, por la insistencia de los últimos Papas, hemos sido interpelados para
tomar muy en serio la obra de la Evangelización. Esto es como una llamada a
revisar ahora nuestra identidad como cristianos, como integrantes de una
comunidad cristiana, y como miembros de un movimiento apostólico. La Iglesia,
primer sujeto de la acción evangelizadora, nos necesita. Y, sobre todo, nos
necesitan quienes viven la realidad familiar ante un horizonte oscuro por no
disponer de la luz de Jesucristo que permite alcanzar toda la riqueza de la
realidad.
6.-
Dispuestos a renovar nuestro compromiso evangelizador con la esperanza puesta
en la indudable acción de Dios, pidamos a la Santísima Virgen María que nos
ayude, como hizo con los Apóstoles, a recibir al Espíritu Santo y a aprovechar
su gracia en orden a nuestra renovación y a la predicación valiente y
esperanzada del Evangelio.
QUE
ASÍ SEA
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