Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Queridos
fieles cristianos, miembros de la V ida Consagrada y laicos:
1.- La fe nos capacita
para creer en los Misterios del Señor y para ordenar nuestra vida según lo que
Dios nos manifiesta en ellos. Esta capacitación para conectar nuestra pequeñez
con lo más elevado del cielo y con la misma esencia de Dios nuestro Señor (con
la Santísima Trinidad, por ejemplo), es un Don del Espíritu Santo. Por más inteligente
que sea el hombre, y por más decidido que esté a seguir el camino de la verdad
y de la trascendencia jamás podrá vislumbrar por sí mismo lo que el Señor nos
revela en Jesucristo su Hijo y redentor nuestro. Hoy nos encontramos con uno de
los misterios más entrañables para quienes buscan el sentido de su vida y de
todo lo que en ella acontece. Celebramos la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de
Cristo, Dios y hombre verdadero y realmente presente en el Santísimo Sacramento
del Altar.
Aún gozando de la fe que
Dios nos concedió como semilla en el Bautismo, y que ha podido ir creciendo en
nosotros por la acción, también misteriosa, del Espíritu Santo; y aún gozando de
una fe grande y firme, resulta sorprendente y nada fácil de admitir, a plena
conciencia, que el mismo Dios se haga presente entre nosotros bajo las especies
de pan y vino. Y, más todavía, que se nos dé en alimento espiritual, y que
nuestra intimidad con el Señor dependa de la fe con que lo comamos y bebamos.
Es, pues, totalmente
comprensible que, quienes seguían a Jesucristo y habían comido de la
multiplicación de los panes y los peces, le abandonaran cuando les dijo: “Yo soy el pan de vida” (Jn. 6, 35). “el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn. 6, 48. 51).
2…- La educación
cristiana que hemos recibido puede hacernos pensar que es muy grave la falta de
fe en la palabra de Jesucristo; sobre todo cuando hablaba y obraba milagros que
respaldaban su credibilidad. Sin embargo, si analizamos bien los
comportamientos nuestros ante la Sagrada Eucaristía, aunque no constituyan una
negación de la presencia eucarística de Jesucristo, descubrimos una tibieza importante
en el alcance de nuestra fe.
Ocurre, por una parte,
que el hecho de poder comulgar es la cosa más sencilla del mundo. Podemos hacerlo
con toda la frecuencia deseada por cada uno. Esto hace que quede muy reducido
el impacto psicológico propio de lo extraordinario. Ante el peligro de que
llegue a reducirse la conciencia de lo que vamos a hacer y de Quien es el que
vamos a recibir, debemos preparar debidamente el encuentro eucarístico. Para
ello es muy oportuno meditar previamente en el Misterio del Pan de Vida. Para
no reducir a la mediocridad de lo ordinario el maravilloso acto de adorar al
Señor en la Eucaristía y de recibirle en la Comunión, debemos pararnos a
contemplar la grandeza del Misterio y del Don que se nos ofrece en el
Sacramento de la Eucaristía. Este sacramento nos ofrece a Jesucristo como
alimento para nuestro peregrinar sobre la tierra, y nos ayuda a orientar
nuestros pasos hacia la gloria eterna en el cielo.
Es, pues, necesario
renovar la conciencia de que vamos a recibir a Jesucristo, verdadero Dios y
verdadero Hombre; autor de la vida y de la salvación. Es necesario que
intentemos calibrar el amor que Dios nos manifiesta en la Eucaristía queriendo
dársenos como el alimento del peregrino, viniendo humildemente a nosotros bajo
las especies de Pan y de Vino, verdadera y realmente presente en cuerpo,
sangre, alma y divinidad.
Si no meditamos
frecuentemente en este admirable Misterio de la Eucaristía, corremos el peligro
de situar en la rutina, más o menos piadosa, el acto más importante de que somos
capaces en esta vida; y de convertir la misteriosa y transformadora cercanía de
Jesucristo, en una práctica meramente ritual. En ese caso, la fuente de nuestra
vida cristiana, que es la Eucaristía, podría convertirse, paradójicamente en
causa de alejamiento del Señor.
La recepción de la
Eucaristía es tan gran privilegio y tan inmenso don, que nos exige una digna
preparación y la lejanía de toda rutina o indisposición interior. Así nos lo
enseña S. Pablo: “Cada vez que coméis de
este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva.
De modo que quien coma del pan y beba del cáliz del Señor indignamente, es reo
del cuerpo y de la sangre del Señor. Así, pues, que cada cual se examine, y que
entonces coma así del pan y beba del cáliz. Porque quien come y bebe sin
discernir el cuerpo come y bebe su condenación” (1 Cor. 11, 26-29).
La fiesta del Cuerpo
sacramentado de Jesucristo es una gracia del Señor que nos invita a considerar
el amor de Dios que se entrega voluntariamente a la muerte de Ruz para
redimirnos del pecado. Es una amorosa advertencia para que estemos empeñados en
corresponder a la delicadeza del Señor que desea permanecer con nosotros hasta
el fin de los tiempos. Es una preciosa ocasión para fortalecer nuestra fe y
nuestra decisión de profundizar en los Misterios del Señor; en ello está
nuestra más alta dedicación, y la prenda de nuestra salvación.
Pidamos a la Santísima
Virgen María que nos ayude a invocar la ayuda del Señor para mantener viva
nuestra fe y ser apóstoles de la Eucaristía.
QUE ASÍ SEA
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