HOMILÍA EN LA JORNADA SACERDOTAL ANTE LAS RELIQUIAS DE S. JUAN DE ÁVILA

(Jueves de la semana VII después de Pascua)

Queridos hermanos sacerdotes c oncelebrantes. A través vuestro quiero hacer llegar mi saludo cordial y mi satisfacción por esta jornada de gratitud a Dios y de comunión eclesial en el seno del Presbiterio diocesano.

1.- La divina Providencia ha hecho coincidir en el día de hoy, y para nuestro bien como sacerdotes, la memoria litúrgica del Obispo y mártir S. Bonifacio y la recepción de las reliquias de S. Juan de Ávila, patrono y especial intercesor a favor del clero español. Ambos nos ofrecen preciosas lecciones y envidiables testimonios como destacados evangelizadores en tiempos difíciles. Conviene destacar que para llevar a cabo la misión de predicar el Evangelio, que la Iglesia les encomendaba en tiempos difíciles, no contaban con más recursos que la Palabra, la oración y su ejemplo de humildad al recibir correcciones, e incluso castigos, de parte de amigos y enemigos.

2.- Al conocer algunos rasgos principales de la biografía de estos dos grandes santos, y sintiendo el deseo de imitarles en la tarea evangelizadora, que debe ocuparnos con plena dedicación, no escapamos a la consideración de las dificultades que ello entraña en el mundo en que nos ha tocado vivir. En esta situación, que puede poner en riesgo el cumplimiento de nuestra misión pastoral, el Señor hace sonar a nuestros oídos las palabras con que dio ánimo a Pablo llamado a juicio en Roma. Las hemos escuchado en la primera lectura tomada de los Hechos de los Apóstoles: “¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma” (Hch. 23, 11).

Sería faltar a la verdad si dijéramos o pensáramos que nunca hemos arriesgado con valentía cosas importantes, precisamente por predicar el Evangelio en coherencia con nuestra vocación sacerdotal y con la misión pastoral que hemos recibido. Por tanto, lejos de todo pesimismo debemos tener en cuenta que la gracia de Dios ha actuado a través nuestro. Esto, sin embargo, no impedirá que, en ocasiones, nos asalte la sospecha de que nuestro esfuerzo ha sido baldío, o de que, por debilidad, hemos sucumbido ante las adversidades. Por ello, teniendo en cuenta los frecuentes altibajos que, por distintas razones, ha podido sufrir nuestro ministerio evangelizador, es muy oportuno escuchar las palabras que el Señor dirigió a Pablo. Junto a ellas, constituye un verdadero estímulo considerar el ejemplo de S. Juan de Ávila y de S. Bonifacio.

3.- Los biógrafos de S. Juan de Ávila coinciden en destacar su dedicación prioritaria a la predicación y a la administración del sacramento de la Penitencia. La Palabra de Dios, que siempre llama a la conversión y la propicia --porque la misma Palabra de Dios es gracia—orientar hacia la participación en los Sacramentos, especialmente el de la Penitencia. Ambos regalos de Dios son necesarios como preámbulo para el encuentro con Jesucristo en el admirable sacrificio y sacramento de la Eucaristía.

Al recordar las virtudes apostólicas y pastorales de S. Juan de Ávila, el Señor llama a nuestro corazón invitándonos a vivir entregados prioritariamente a la predicación y a la celebración de los sacramentos. Ambas dedicaciones, integrantes principales del ministerio para el que hemos sido elegidos, ungidos y enviados, constituyen el camino y la fuente de la gracia que debemos recorrer y aprovechar para nuestra propia santificación. Así nos lo enseña el Concilio Vaticano II: “Las mismas acciones sagradas de cada día y todo su ministerio, que realizan en comunión con el Obispo y los Presbíteros, tienen como finalidad la perfección de su vida” (PO. 12).

Por la rigurosa dedicación al ministerio sacerdotal, S. Juan de Ávila mereció la admiración de sacerdotes, religiosos y seglares porque vivió la intimidad con Jesucristo en la oración, le predicó transmitiendo no sólo la doctrina evangélica, sino también la liberadora experiencia de Dios. Experiencia que se vive cuando el alma se deja penetrar por la fuerza de esa Palabra que es cercanía de Dios y expresión de su amor infinito y redentor. Los grandes santos han unido a la oración y a la predicación una ferviente y sentida celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos.

4.- San Juan de Ávila, conocedor de las dificultades con que nos encontramos los sacerdotes para aprovechar bien el ejercicio del ministerio y crecer por ello en santidad; y mirando con espíritu de caridad y comprensión a sus hermanos sacerdotes, se entregó de lleno a la reforma del clero siguiendo las enseñanzas del Concilio de Trento. Este ejemplo nos recuerda que debemos acercarnos no solo a la Palabra de Dios, sino al Magisterio de la Iglesia que nos ayuda a conocer el contenido de la Palabra de Dios, y nos descubre la riqueza de los sacramentos.

5.- El santo Evangelio nos recuerda hoy que la santificación sacerdotal está inseparablemente unida a la comunión con el Obispo y con los hermanos Presbíteros, además de los fieles. Pero nos advierte que no es posible dicha Comunión sin la necesaria intimidad o cercanía con Jesucristo. Él mismo nos lo enseña orando al Padre por nosotros con estas palabras: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti (…). Yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado…” (Jn. 17, 21. 23).

6.- Al recibir las reliquias de S. Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia y patrón del clero español, debemos dar gracias a Dios porque, con su amor infinito, va cuidando nuestra andadura sacerdotal, ayudándonos a considerar y renovar, en diversos y señalados momentos, nuestra identidad ministerial. Él nos estimula y acompaña en la tarea de revivir el amor primero; y estimula con su gracia nuestra voluntad de serle fieles. Por ello nos llama continuamente y nos atrae hacia Él mediante el ejercicio del ministerio que nos ha sido confiado.

Pidamos al Dios Padre, que mantenga viva en nosotros la plena convicción de fe en que nos ha llamado a ser ministros de su Hijo Jesucristo; y que nos ha ungido y enviado a evangelizar poniendo en nosotros su confianza para ofrecer al mundo la luz y la esperanza de la salvación.

Pongámonos en manos de la Santísima Virgen María que su Hijo nos entregó desde la Cruz como Madre nuestra.

QUE ASÍ SEA

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