Martes Santo, 15 de Abril de 2014
Saludo
Queridos
hermanos sacerdotes: el Señor me ha elegido para ser, con vosotros, signo y
ejemplo de comunión eclesial. Por eso puedo saludaros compartiendo con vosotros
esta celebración sagrada como partícipe de la unción sacerdotal que nos une
especialísimamente.
Con las palabras
del Apocalipsis, os deseo también a todos los presentes miembros de la vida
consagrada y laicos, la gracia y la paz de parte de Jesucristo, el Testigo
fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la
tierra (cf. Ap 1, 5).
1. Bendecidos con la gracia de la profecía y de la
santificación
Desde nuestra
ordenación sacerdotal, queridos presbíteros, somos mensajeros del Señor y
ministros de nuestro Dios. Nuestra identidad se realiza, sobre todo, en la
proclamación de la Palabra y en la acción sacramental. Hemos sido bendecidos
con la gracia de la profecía y de la santificación para ser instrumentos
conscientes y libres del Espíritu Santo. Él actúa en nosotros y a través
nuestro vivificando a la Iglesia. En ella el Espíritu nos pone al servicio de
la redención universal para gloria de Dios y salvación de los corazones
desgarrados, de los cautivos del pecado, de los prisioneros de sus propios
errores, de los afligidos por ignorar que existe un amor incondicional y liberador,
y para ayudar a los más desposeídos a causa de los egoísmos ajenos o por
cualquier otra causa.
Quienes hemos recibido el Sacramento del Orden
Sagrado fuimos elegidos, ungidos y enviados a proclamar al mundo la alegría
interior y la esperanza que nos ofrece el santo Evangelio. Por ello, predicar a
Jesucristo con obras y palabras en un mundo hostil, ofreciendo la luz de la fe
que descubre el sentido pleno de lo que somos y tenemos es, al mismo tiempo, la
dura prueba con que nos purificamos, y la acción con la que podemos crecer en
santidad. Nuestra santificación tiene su ámbito propio de realización y de
crecimiento en el ejercicio del sagrado Ministerio que se nos ha encomendado.
Tomando conciencia de ello, hemos orado al comenzar la Misa diciendo por
nosotros especialmente, y por todos los bautizados: “a nosotros, miembros
del cuerpo (de Cristo) nos haces partícipes de su misma unción; ayúdanos
a ser, en el mundo, testigos fieles de la redención” (Orac. Col.).
2. Testigos y ministros de la misericordia de Dios
Siendo ministros
de la palabra y de los sacramentos del Señor en la Iglesia, somos testigos
privilegiados de la misericordia divina que nace del amor incondicional e
infinito de Dios. Y el amor de Dios, experimentado y vivido por nosotros, es el
motivo por el que deseamos el mayor bien para los que nos rodean. Ese bien
tiene su condición primera en la limpieza de corazón, en la rectitud de
intención, en el amor y respeto a Dios, procurando servirle siempre antes que a
los hombres y por ello, antes que a uno mismo. Ser testigos y ministros de la
misericordia del Señor nos exige, pues, ser plenamente fieles a la verdad,
manifestando siempre con, caritativa claridad, el bien y el mal de acuerdo con
la voluntad de Dios tal como nos la enseña el Magisterio de la Iglesia.
3. Pregoneros
del año de gracia del Señor
Es necesario,
pues, que, empeñados en la evangelización, que es la acción más liberadora, nos
entremos muy seriamente a “proclamar el año de gracia del Señor, el día del
desquite de nuestro Dios” (Is 61, 2). Esto es: por la bondad de nuestro
Dios, que nos ha redimido con su pasión, muerte y resurrección, ha llegado el
momento en que los hombres debemos ayudar a que se cumpla “el desquite de
nuestro Dios” (Is 61, 2). Debemos propiciar la victoria de Cristo en cada
uno de los que hemos sucumbido a la esclavitud del pecado por nuestra debilidad
ante la tentación del maligno. Esta es la hora en que somos llamados, de un
modo especial, a predicar y procurar, paciente y amorosamente, la conversión
interior; el arrepentimiento sincero por haber pecado; la confesión
sacramental, humilde, sincera y esperanzada; y el propósito de unirnos más a
Dios para no dejar ningún resquicio al diablo.
La proclamación del Año de Gracia del
Señor, a que nos invita hoy la Iglesia a través del profeta Isaías, nos
compromete, queridos hermanos sacerdotes, como era práctica frecuente del santo
Cura de Ars, a hacer penitencia por nuestros pecados y los de nuestros
feligreses, antes que a disimular, con nuestra supuesta comprensión y con una
equivocada imagen de la magnánima misericordia divina, la gravedad de las
torpezas cometidas. Mientras causemos o permitamos el error en la mente y en la
conciencia de los hermanos, aún con la mejor intención, estamos impidiendo la
limpieza de corazón, que es condición para ver a Dios, para gozar de su rostro
y de su constante gesto de ternura y de misericordia.
4. Ministros
de la misericordia de Dios
¡Qué error tan
grande pensar que, reduciendo la responsabilidad del pecador, o disimulando
ante su conciencia el rostro del mal, ayudamos más al fiel a buscar la paz
interior, y a confiar más en la misericordia de Jesucristo. Nos equivocamos si
ponemos la misericordia de Dios al nivel de nuestros sentimientos y de los
explicables deseos o conveniencias humanas.
La búsqueda del
desquite de nuestro Dios ha de ser también la búsqueda del desquite del pecador
ante la esclavitud del pecado no solo en su forma, sino también en su raíz.
Sólo entonces descansa verdaderamente el espíritu de quien busca la rectitud,
sintiéndose llamado por la voz de Dios que obra en su conciencia.
Jesucristo nos
convoca a purificar nuestra conciencia y a orientar la de los penitentes. Para
ello nos ha constituido ministros del perdón, maestros de la verdad evangélica,
y consejeros espirituales de quienes buscan la verdad. Sólo la verdad nos hace
verdaderamente libres (cf. Jn 8, 32). No consintamos esclavitudes ajenas por
ofrecer una libertad equivocada, aun con buena voluntad de nuestra parte.
5. Renovamos
las promesas sacerdotales
Queridos
hermanos sacerdotes: vamos a renovar las Promesas que hicimos el día de nuestra
Ordenación Sacerdotal. Renovar significa activar el propósito de volver al amor
primero con la alegría, con entusiasmo y con la confianza de quien se sabe
elegido y ungido por Dios mismo. Él nos ha enviado a realizar lo único que,
según los designios divinos, puede llenar santamente nuestra vida.
Para ser capaces
de esta renovación sabemos que es imprescindible “unirnos más fuertemente a
Cristo” (Renov. Prom. sacerd). Entonces, su voluntad será nuestro deseo,
nuestro estilo sacerdotal será espejo del suyo, y nuestra confianza en su
gracia será plena. Asumimos entonces como norma de vida lo que Jesucristo dijo
al apóstol Pablo en momentos de dura prueba: “Te basta mi gracia” (2Cor
12, 9).
Sólo unidos a
Jesucristo es posible que renunciemos a nosotros mismos. Y sólo desde esa
renuncia sincera podremos cumplir, con recta intención, los deberes que, por
amor a nuestro Señor, aceptamos gozosos el día de nuestra ordenación
sacerdotal.
Sabemos por
experiencia que lo más costoso de nuestra fidelidad sacerdotal, como ocurre con
la misma fidelidad cristiana de todo bautizado, es la renuncia a nosotros
mismos. La razón es muy sencilla: esta renuncia exige nuestra firme decisión de
romper con los propios intereses humanos, por legítimos y explicables que sean,
siempre que dificulten el servicio incondicional y pleno al Señor en la
Iglesia. Y ello requiere, a la vez, el ejercicio sincero y sacrificado de la
comunión eclesial, de la colaboración pastoral con el Obispo y con los hermanos
sacerdotes, y el fiel ejercicio de nuestro ministerio sagrado aún en las
circunstancias adversas. Para ello somos bendecidos con la gracia del Espíritu
Santo.
Las
exigencias que implica esta renovación de las promesas sacerdotales se hacen
más duras y más difíciles en momentos en que se va reduciendo la sensibilidad
cristiana y la aceptación de Dios en la cultura dominante. La vida de las
personas y de las estructuras sociales se desarrolla frecuentemente de espaldas
a Dios. Las leyes desbordan sus límites, pretendiendo llegar a definir y
conceder los derechos fundamentales de las personas y de las instituciones. La
ley inscrita por Dios en el corazón de los hombres y mujeres es deformada o
rechazada como un error que se opone a la libertad humana. La conciencia de
muchos jóvenes y adultos va deformándose por la presión de campañas bien
arbitradas y muy lejanas del Evangelio.
El cumplimiento
de la misión pastoral y apostólica en estas circunstancias hace sentir más al
pastor el inevitable cansancio de su acción siempre trascendente, y que ha de
realizarse contracorriente. Se explica que entonces el pastor sienta la
necesidad de refugiarse en abrigos humanos que ayuden a mantener el buen ánimo
en el desarrollo del ministerio. En estas circunstancias se entiende también
que se piense en ámbitos más favorables al propio ejercicio del ministerio
sacerdotal. Sin embargo, la situación generalizada del mundo al que hemos sido
enviados, unida a la escasez de sacerdotes, impide el juego de posibilidades a
favor de los explicables deseos humanos de los Presbíteros; y, en ocasiones,
parece imponer inevitablemente mayores cargas para atender a tantas personas
que andan desorientadas como ovejas sin pastor.
6. Oremos
unos por los otros
Por todo ello, queridos hermanos
sacerdotes, miembros de la Vida Consagrada y laicos participantes en esta
celebración, oremos para que el Señor derrame abundantes bendiciones sobre
nosotros y sobre cuantos se sienten vinculados a la difícil y urgente acción
evangelizadora.
Rezad también por mí, para que sea fiel
al ministerio apostólico, y oriente y acompañe a la porción del pueblo que me
ha sido confiada; y para que sea estímulo y apoyo de quienes, desde un
ministerio u otro, colaboran en la acción permanente de la Iglesia.
7. Con
la protección del Santísima Virgen María
Que la santísima Virgen María, auxilio
de los cristianos, y estrella de la evangelización guíe nuestros pasos y nos
ayude a entender las realidades que nos corresponde asumir y evangelizar.
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