HOMILÍA EN EL DOMINGO CUARTO DE CUARESMA, 2013


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

Hemos recorrido el curso cuaresmal. La llamada del Señor a la conversión ha sonado en nuestros oídos y en nuestro corazón. Una llamada amorosa, paciente y solidaria. El Señor se ha comprometido con nuestra conversión: nos ha ofrecido la motivación, la orientación y la ayuda; y ha manifestado permanecer a nuestro lado para lo que necesitemos y no alcancemos dada nuestra limitación.
En este Domingo cuarto de Cuaresma, como síntesis e insistencia sobre nuestro deber constante de conversión a lo largo de nuestra vida, nos dice a través de San Pablo: “en nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios”. Es nuestro deber fundamental y nuestra principal responsabilidad. Tenemos el camino preparado y el campo arado porque “al que no había pecado (Cristo), Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios” (2Cor 5, 21).
La redención está ya consumada: Cristo cargó con nuestros pecados y mató a la muerte espiritual con su muerte sacrificial en la cruz. Falta, pues, que cada uno manifestemos sinceramente nuestro deseo auténtico y nuestro compromiso firme de aprovechar la gracia redentora haciendo un ejercicio de conversión.
Al considerar la gesta redentora de Jesucristo no podemos olvidar el emocionante contenido de la parábola que hemos escuchado en la lectura del santo Evangelio. El padre de familia, imagen de Dios, “Padre de la misericordia y Dios de todo consuelo” (2Cor 1, 3), en lugar de maquinar cualquier castigo ciertamente merecido, para quien había reclamado injustamente la propia herencia y la había dilapidado en una vida licenciosa, otea diariamente el horizonte y vigila los caminos deseando y esperando el regreso del hijo pródigo.
Este gesto es un signo claro de que el Padre de familia tenía puesta su confianza en su hijo. Pensaba que, a pesar de su mal gesto y de su vida reprobable, tendría un momento de lucidez y volvería junto a su padre. Es verdaderamente consolador saber que el Señor nos espera. Más todavía: el Señor nos busca. El Apocalipsis pone en labios de Jesucristo estas conmovedoras palabras: “estoy a la puerta y llamo” (Ap 3, 20).
Ante esta actitud insuperable de Dios con nosotros el hombre consciente exclama, como nos sugiere el salmo interleccional, no solo reconociendo, sino proclamando la bondad de Dios: “gustad y ved que bueno es el Señor” (Sal 33). Y esta proclamación se convierte en una verdadera obra de apostolado, porque no podemos guardar para nosotros la experiencia del amor, de la paciencia y de la misericordia divina. Por eso exclama el salmista: “Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre… contempladlo y quedaréis radiantes… si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias” (Sal 33).
No podemos quedarnos alimentando nuestra inteligencia y nuestro corazón solamente de los bienes que el Señor ha puesto en el mundo para nuestro provecho, como los israelitas se alimentaron del maná. Es necesario que nos alimentemos directamente del alimento que es el Señor. Alimento que nos llega por la palabra revelada, por la Eucaristía y Penitencia, y por la oración personal y comunitaria. Los israelitas cuando tuvieron acceso a los alimentos nacidos de la tierra prometida, dejaron el maná… nosotros no podemos depender de noticias y comentarios, o de apreciaciones consabidas en torno al Evangelio. Debemos acudir directamente a su contenido, y buscar y saborear la cercanía de Dios allí donde se nos da en directo.
El apóstol san Pablo nos dice claramente que el que es de Cristo es una creatura nueva. Vivamos pues como miembros vivos del cuerpo de Cristo que es la Iglesia y, siendo así de Cristo, seremos una criatura nueva capaz de entender la inmensa gracia de la redención, la radical novedad que aorta a nuestra vida la resurrección del Señor, y la ayuda providencial y segura que nos ofrece el Espíritu Santo enviado por Jesucristo después de su Ascensión.
Pidamos al Señor el don de la humildad para no ponernos en lugar de Dios. Pidamos la gracia de la receptividad para saber acoger la luz de disto y el proyecto de vida que nos ofrece con la redención. Y agradezcamos a la Santísima Virgen María su cuidado maternal que nos mantiene cerca del Señor y abiertos a la salvación.
QUE ASÍ SEA 

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