Mis queridos
hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
queridos
hermanos miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:
Hemos recorrido
el curso cuaresmal. La llamada del Señor a la conversión ha sonado en nuestros
oídos y en nuestro corazón. Una llamada amorosa, paciente y solidaria. El Señor
se ha comprometido con nuestra conversión: nos ha ofrecido la motivación, la
orientación y la ayuda; y ha manifestado permanecer a nuestro lado para lo que
necesitemos y no alcancemos dada nuestra limitación.
En este Domingo
cuarto de Cuaresma, como síntesis e insistencia sobre nuestro deber constante
de conversión a lo largo de nuestra vida, nos dice a través de San Pablo: “en
nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios”. Es nuestro deber
fundamental y nuestra principal responsabilidad. Tenemos el camino preparado y
el campo arado porque “al que no había
pecado (Cristo), Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros,
unidos a él, recibamos la salvación de Dios” (2Cor 5, 21).
La redención
está ya consumada: Cristo cargó con nuestros pecados y mató a la muerte
espiritual con su muerte sacrificial en la cruz. Falta, pues, que cada uno
manifestemos sinceramente nuestro deseo auténtico y nuestro compromiso firme de
aprovechar la gracia redentora haciendo un ejercicio de conversión.
Al considerar la
gesta redentora de Jesucristo no podemos olvidar el emocionante contenido de la
parábola que hemos escuchado en la lectura del santo Evangelio. El padre de
familia, imagen de Dios, “Padre de la
misericordia y Dios de todo consuelo” (2Cor 1, 3), en lugar de maquinar
cualquier castigo ciertamente merecido, para quien había reclamado injustamente
la propia herencia y la había dilapidado en una vida licenciosa, otea
diariamente el horizonte y vigila los caminos deseando y esperando el regreso
del hijo pródigo.
Este gesto es un
signo claro de que el Padre de familia tenía puesta su confianza en su hijo.
Pensaba que, a pesar de su mal gesto y de su vida reprobable, tendría un
momento de lucidez y volvería junto a su padre. Es verdaderamente consolador
saber que el Señor nos espera. Más todavía: el Señor nos busca. El Apocalipsis
pone en labios de Jesucristo estas conmovedoras palabras: “estoy a la puerta y llamo” (Ap 3, 20).
Ante esta
actitud insuperable de Dios con nosotros el hombre consciente exclama, como nos
sugiere el salmo interleccional, no solo reconociendo, sino proclamando la
bondad de Dios: “gustad y ved que bueno
es el Señor” (Sal 33). Y esta proclamación se convierte en una verdadera
obra de apostolado, porque no podemos guardar para nosotros la experiencia del
amor, de la paciencia y de la misericordia divina. Por eso exclama el salmista:
“Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre… contempladlo y quedaréis radiantes… si el afligido
invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias” (Sal 33).
No podemos
quedarnos alimentando nuestra inteligencia y nuestro corazón solamente de los
bienes que el Señor ha puesto en el mundo para nuestro provecho, como los
israelitas se alimentaron del maná. Es necesario que nos alimentemos
directamente del alimento que es el Señor. Alimento que nos llega por la
palabra revelada, por la Eucaristía y Penitencia, y por la oración personal y
comunitaria. Los israelitas cuando tuvieron acceso a los alimentos nacidos de
la tierra prometida, dejaron el maná… nosotros no podemos depender de noticias
y comentarios, o de apreciaciones consabidas en torno al Evangelio. Debemos acudir
directamente a su contenido, y buscar y saborear la cercanía de Dios allí donde
se nos da en directo.
El apóstol san
Pablo nos dice claramente que el que es de Cristo es una creatura nueva.
Vivamos pues como miembros vivos del cuerpo de Cristo que es la Iglesia y,
siendo así de Cristo, seremos una criatura nueva capaz de entender la inmensa
gracia de la redención, la radical novedad que aorta a nuestra vida la
resurrección del Señor, y la ayuda providencial y segura que nos ofrece el
Espíritu Santo enviado por Jesucristo después de su Ascensión.
Pidamos al Señor
el don de la humildad para no ponernos en lugar de Dios. Pidamos la gracia de
la receptividad para saber acoger la luz de disto y el proyecto de vida que nos
ofrece con la redención. Y agradezcamos a la Santísima Virgen María su cuidado
maternal que nos mantiene cerca del Señor y abiertos a la salvación.
QUE ASÍ SEA
No hay comentarios:
Publicar un comentario