HOMILÍA EN LA MISA DEL JUEVES SANTO - 2013

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,
Queridos seminaristas y demás fieles laicos:

1.- Hoy celebra la Iglesia, con toda solemnidad, la manifestación del amor infinito de Dios a los hombres y el mandamiento de amarnos unos a otros como Jesucristo nos ha amado.

La referencia al amor de Dios en la predicación parece a muchos un recurso fácil y ordinario. Sin embargo, es la realidad que explica toda la obra de Dios desde la creación, la redención, el perdón constante, la fundación de la Iglesia y la permanencia real de Jesucristo en el santísimo Sacramento del Altar.

2.- Dios nos ama. Así de sencillo, así de profundo, y así de maravilloso. Si creemos verdaderamente que Dios nos ama, entenderemos enseguida que nos ama infinitamente con un amor que  no disminuye ni siquiera  a causa de nuestros pecados. El amor de Dios es infinito porque “Dios es amor”, como nos dice S. Juan (1 Jn. 4, 16).

Si meditamos en lo que significa el amor que Dios nos tiene, entenderemos que Dios se nos da como el don más preciado que pudiéramos recibir en la tierra  y en el cielo.

3.- El amor mueve al amor. S. Juan de la Cruz dice: donde no hay amor, pon amor y sacarás amor.  El amor debe ser, pues, el fundamento de la relación de los hombres con Dios, y de los cristianos entre sí. Por eso, la gran familia de los hijos de Dios, que es la Iglesia, tiene como nota esencial la Comunión sincera entre nosotros, movidos por una misma fe, ungidos en un mismo bautismo, orientados por el mismo Evangelio, vivificados por la divina gracia,  y  animados por la misma esperanza en la vida eterna y feliz junto a Dios en los Cielos.

4.- La muestra más llamativa  del amor de Dios a ojos humanos es la escena que nos cuenta hoy el santo Evangelio.  Nos dice S. Juan que Jesucristo, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1). Y, como la expresión visible de ese amor, el Apóstol sigue diciéndonos que Jesucristo “se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido” (Jn. 13, 4-5).

No podemos pasar por alto el significado de este gesto humilde y amoroso de Jesucristo en momento de tanta importancia y significación como es la última Cena. Jesucristo no se limita a enseñar a sus discípulos, como Maestro que es, cumpliendo así una obra de caridad. No reduce su servicio a los apóstoles invitándoles a la cena de Pascua, con lo cual habría dado muestras de compartir con  ellos la relación fraternal y sinceramente caritativa. Jesucristo les lava los pies; esto es: se humilla postrado ante ellos para manifestarles que desea servirles a toda costa para que no les falte nada. Jesucristo quiere que sus discípulos tengan cuanto necesitan para disfrutar del mayor don del Dios que les ama. Don por excelencia que es la redención y, con ella, la intimidad con él disfrutando la eternidad feliz.

Por eso dice a S. Pedro, que se resistía a que su Señor, el Hijo de Dios, el Maestro, le lavase los pies: “Si no te lavo, no tendrás nada que ver conmigo” (Jn. 13, 8).

5.- Es necesario entender que el ejercicio del amor exige humildad y sacrificio. El amor no es el título con  el que podemos exigir al ser amado aquello que de él nos apetece o creemos necesitar. Por eso, Jesucristo culmina y manifiesta su amor a nosotros dando su vida en la Cruz por nuestra salvación. El amor auténtico siempre es un regalo, siempre es gratuito.

La advertencia de Jesucristo a los Apóstoles después de lavarles los pies nos enseña algo fundamental: el amor es servicio; el servicio requiere humildad y sacrificio; y de ello nadie estamos excusados por ninguna razón, incluidas las posibles diferencias sociales. He aquí las palabras de Jesucristo: “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros:  os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn. 13, 14-15).

6.- Es necesario que contemplemos interiormente con calma y atención lo que significa el amor que Dios nos tiene; y que, a la luz de ello, procuremos revisar nuestro amor a Dios y a los hermanos.

Buen apoyo para ello tenemos en la Eucaristía cuya institución tuvo lugar también en la última Cena. La participación en la Eucaristía como sacramento del amor, no consiste solamente en recibir devotamente el regalo de Dios que se nos da para nuestra personal santificación. La participación en la Eucaristía es también una llamada del Señor, hecha con  autoridad, para que nos entreguemos a Dios y a los hermanos como Él se entregó a nosotros: esto es: plenamente y con  la conciencia de que esa es la voluntad de Dios.

7.- Ha sido un acierto de la santa Madre Iglesia poner en este día la jornada del amor fraterno. Será un acierto por nuestra parte tener un gesto en  favor de los más pobres y necesitados. Os invito a que seáis generosos. El Señor ha hecho y sigue haciendo mucho más por nosotros. Y nos ha dicho que, cuando hiciéramos algo por uno de los hijos suyos necesitados de ayuda material o espiritual, se lo hacemos a Él mismo.

8.- Que el Señor bendiga a todos sus hijos ayudándonos a superar nuestras propias deficiencias materiales y espirituales, y podamos  vivir con dignidad dando Gloria a Dios y viviendo la fraternidad cristiana con el prójimo.

QUE ASÍ SEA

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