HOMILÍA EN EL DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

1.- “Este es el día en que actuó el Señor. Sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Sal. 117).

La actuación del Señor en este día ha sido definitiva para entender nuestra vida y encontrar sentido a todo, incluso a la muerte. En este día resucitó el Señor, y hoy lo celebramos con verdadero gozo.

El motivo de nuestra alegría al celebrar la resurrección de Jesucristo, es que, habiendo muerto a manos de los hombres (clara imagen del pecado que mata la vida de Cristo en nuestra alma), ha resucitado por su propio poder; esto es, con el poder de Dios porque él es al mismo tiempo Dios y hombre.

2.- La resurrección de Jesucristo clarifica una vez más la divinidad que él compartía con su humanidad, gestada en las purísimas entrañas de la Virgen María. Por tanto la resurrección de Jesucristo es el fundamento de nuestra fe en la redención que Dios nos había prometido ya en el momento del primer pecado. Nadie podía borrar la mancha del pecado cometido contra Dios sino solo el mismo Dios con su perdón, con el sacrificio por excelencia del Cordero que quita el pecado del mundo.

3.- La verdad y la validez de la blasfema Cruz en que murió ajusticiado el Hijo de Dios, y que ha sido cantada como el árbol de la vida y como el altar de la redención, se manifiesta cuando el crucificado rompe todas las armas humanas, y se manifiesta como el Mesías, auténtico liberador de lo que solo Dios podía liberarnos: el pecado y la muerte eterna.

4.- La resurrección cambia radicalmente la suerte y las referencias del hombre a la hora de proyectar y construir su vida. El hombre, por la resurrección pasa, de ser expulsado del Paraíso, a ser templo de Dios y signo de la victoria del amor sobre el odio y sobre la mentira. El hombre, desde que Jesucristo resucitó, puede participar de la vida divina que es la gracia, como Dios participó de la vida humana que es nuestra naturaleza limitada, contingente y expuesta a las tentaciones del diablo a quien Cristo nos enseñó a vencer.

5.- La resurrección cambia la trájica soledad del hombre sin Dios, a cuya imagen había sido creado, y le convierte en un hombre cuya plenitud solo puede alcanzarla siendo y viviendo con Dios y para Dios. Con ello cambia también el sinsentido de la creación después del pecado; porque de quedar abandonada al capricho y a la torpeza de un hombre contrario a su creador, pasa a ser signo de la grandeza de Dios e instrumento de salvación para el hombre redimido.

6.- La resurrección de Jesucristo cambia las motivaciones del hombre para seguir al Señor. Ya no se le busca porque puede beneficiarnos con sus milagros, o consolarnos con sus dulces y sabias palabras, sino porque ha vencido definitivamente al maligno. En su victoria está nuestra posibilidad de vencer la tentación del maligno. La suerte del hombre ha pasado, pues, de la oscuridad de una vida sin meta clara, a la luz de la esperanza en la salvación eterna.

7.- La resurrección del Señor nos muestra con meridiana claridad que, como hemos cantado en el salmo interleccional, “la diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa” (Sal. 117); porque solo el poder de Dios es capaz de la resurrección gloriosa que estamos celebrando. Desde ese momento, podemos afirmar que la resurrección del Señor cambia el sistema de medidas propias del hombre terreno. El hombre renovado y celestial, que nace con la resurrección de Jesucristo, entiende que “la piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho” (Sal. 117). Desde ese momento y por esa razón, el bien y el mal no están señalados por convenios humanos de cualquier tipo, sino por la referencia a Dios nuestro creador y redentor. Y la felicidad del hombre no se fragua ya en las estrategias del egoísmo, el materialismo y el hedonismo, sino que nace de la verdad y del amor, que son el origen de la justicia y de la paz.

8.- Todo lo que venimos diciendo carecería de sentido para el hombre y quedaría en mero espectáculo más o menos agradable, o incluso envidiable, si nosotros no pudiéramos participar de la resurrección de Jesucristo. Pero el Señor ha dejado en su Iglesia, en su cuerpo místico, del que Él es la cabeza, la fuente de nuestra participación interior en su muerte y en su resurrección. Sumergidos en las aguas bautismales que borran nuestro pecado, y emergiendo de ellas como criaturas nuevas, participamos de la muerte y resurrección de Jesucristo. S. Pablo nos lo enseña con toda claridad diciéndonos: “Por el Bautismo fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con él, por la fe en la fuerza de Dios que lo resucitó de los muertos” (Col. 2, 12).

9.- La resurrección de Cristo hace posible nuestra resurrección. Y, si la resurrección de Cristo nos devuelve la posibilidad de relacionarnos personal e íntimamente con Dios, deberemos tener muy presente la enseñanza de S. Pablo: “Si Cristo ha resucitado, buscad las cosas de arriba, donde está el Señor sentado a la derecha de Dios Padre” (Col. 3, 1).

10.- Nuestra plegaria en este día y en adelante, reconociendo que somos reincidentes en el pecado, pero nunca abandonados del amor de Dios nuestro redentor, debería inspirarse en esta palabras del himno pascual: “Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa”

11.- Que la contemplación de la victoria de Jesucristo por la resurrección, despierte en nosotros la fe inamovible en el amor de Dios que, siendo el ofendido, toma la iniciativa de redimirnos. Jesucristo, para salvarnos de la muerte eterna muere sacrificado en la Cruz por nuestros pecados, y nos abre el horizonte a la esperanza ofreciéndose como compañero de camino según su promesa: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). La garantía de sus promesa la tenemos en la Eucaristía, sacramento en el que se nos da como el Pan del caminante y el alimento de todo peregrino.

Que la santísima Virgen María nos ayude a ser fieles a la palabra y a la obra de Jesucristo, y a saberle reconocer al partir el pan, esto es: en el Sacramento de la Eucaristía del que vamos a participar en esta celebración.
QUE ASÍ SEA.

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