HOMILÍA EN EL MONASTERIO DE YUSTE


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

1.- Estamos recorriendo el curso cuaresmal. La llamada del Señor a la conversión suena constantemente en nuestros oídos y en nuestra alma. Es una llamada amorosa, paciente y solidaria. El Señor, al mismo tiempo, se ha comprometido con nosotros para ayudarnos a lograr la necesaria conversión. De una forma u otra ha ido dándonos a entender los principios y estímulos que deben regirla y animarla.
2.- El primero es el conocimiento y aceptación de que Dios es el Señor de todo y de todos. Su señorío no es arbitrario y subyugador, sino esencialmente liberador, porque Dios nos ama infinitamente; hasta el punto de tomar la iniciativa en Jesucristo para redimirnos a costa del dolor de la pasión y de su propia vida. No podemos quedarnos impasibles ante tanto amor y tanta magnanimidad.
3.- El segundo principio que debe orientar nuestra conversión es tan sencillo y asumido en su formulación, como ladeado en la práctica, a causa de nuestra frecuente tibieza espiritual. Se trata de entender y asumir que nosotros no debemos suplantar a Dios, porque la situación personal y social a la que se llega con ello sería la causa de nuestra vergüenza y perdición personales, y arrastraría consigo a la sociedad hacia los mismos peligrosos derroteros. De ello estamos teniendo amplia y lamentable experiencia en los ámbitos de la juventud, de la educación, de la familia y de muchas instituciones y estructuras sociales. Y la verdad es que, siendo tanto lo que se juega en todo ello, es urgente la reflexión y el diálogo que frene el desorden motivado por el deseado disfrute de una supuesta libertad que, como se comprueba, no es tal, sino que merma la libertad de los más débiles. Esta situación encarcela el espíritu e impide otear los indicios del mundo realmente mejor que todos deseamos. Sin embargo, no sería honesto ni inteligente olvidar todo lo bueno que el hombre ha ido logrando a través de la historia. Pero, en este punto, es necesario advertir, desde la fe en Jesucristo, que el problema tiene sus raíces en el olvido de Dios, en pretender vivir como si Dios no existiera.
4.- El tercero de los principios de la conversión suena paradoja. Hablando en lenguaje humano podemos decir que Dios está más preocupado por nuestro bien que nosotros mismos. Su amor mira la identidad y dignidad que él mismo nos ha dado por creación; somos imagen y semejanza suya. El Señor nos advierte que eso no se debe estropear. En cambio, el amor con que nos amamos a nosotros mismos y que nos lleva a procurar lo que instintivamente estimamos como lo mejor, no está motivado por la defensa y cultivo de lo que somos en verdad, sino por lo que nos creemos y queremos ser desde nuestra limitada visión. Empeñados en ello, muchas veces se nos olvida que somos tentados y fácilmente vencidos por abundantes concupiscencias que erróneamente confundimos con el camino de la libertad y de la felicidad. La prueba es que las criticamos muy severamente al descubrirlas en los otros. De ello nos dan cuenta incluso los medios de comunicación social.
5.- El cuarto principio podríamos cifrarlo en el convencimiento creyente de que el Señor teme por nuestros desvíos. Sabe que son capaces de convertir el gozo de la vida en una lucha de vidriosas competitividades y en un camino de ansiedades siempre insatisfechas. Todo ello convierte la vida terrena en un valle de dolor que ensombrece o neutraliza la felicidad posible, y que lleva al sinsentido por el que no se valora otra cosa que el presente inmediato y lo sensiblemente experimentable. Todo ello, por principio, encierra al hombre en el círculo vicioso del error y del fracaso. También esto lo estamos experimentando en los acontecimientos provocados o consentidos por la cultura del disfrute según el propio arbitrio que ha dado la espalda a Dios.
6.- Frente a todo esto, Jesucristo, expresión plena del amor de Dios, viene a compartir nuestra condición y nuestra historia en todo menos en el pecado. Y, desde dentro de nuestra realidad vital, nos enseña, con obras y palabras, con su mensaje y con su testimonio, que el triste final del hijo pródigo, a pesar de todas las apariencias y de los juicios ajenos, tiene solución. Todo está en asumir humildemente la propia responsabilidad y tomar la decisión valiente de volver a la casa del Padre. Además, Jesucristo nos ofrece la ayuda para que no venza ni la soberbia, ni la vergüenza, ni la tozudez que tanto se mezcla en nuestras reflexiones y decisiones.
7.- Jesucristo nos invita a cambiar los puntos de referencia para ordenar nuestras actitudes y comportamientos; nos advierte que podemos acudir a Él todos los que sintamos el agobio y el cansancio de la oscuridad y de las adversidades, porque está dispuesto a acogernos. Y su acogida no es de juicio sino de amor; y, por si acaso nos movemos en la indecisión por el apego a los apetitos, nos dice: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19). O dicho con otras palabras: estoy dispuesto a perdonaros setenta veces siete (cf. Mt 18, 22), porque no quiero la muerte del pecador sino que se convierta y viva (cf. Mt 5, 23).
8.- San Pablo nos muestra hoy, de un modo claro, la suerte de quien se deja ganar por el amor de Dios y procura vencer las tensiones internas y externas que le abocaban a una triste inmanencia y al sinsentido de una ansiedad sin esperanza. Por eso nos dice el “El que es de Cristo es una criatura nueva: lo antiguo ha pasad,(para él), lo nuevo ha comenzado” Apóstol: (2 Cor 5, 17). Es muy importante decir en voz alta que cuanto nos enseña el Evangelio y la Iglesia pretende ofrecernos en el nombre del Señor, es del todo verdad. Y que la mayor muestra de su veracidad está en la experiencia de quienes lo han logrado. El mismo S. Pablo, claro perseguidor de Jesucristo, al acercarse a Él y gozar de su amor y de su redención, exclama: “Estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8, 38).
9.- El monasterio de Yuste en el que nos encontramos, fundado para la contemplación y el seguimiento de Cristo a partir de su mensaje de amor que gana integralmente a la persona, es buena muestra de todo lo dicho. Por eso damos gracias a Dios al recibir a la comunidad integrada por los Hermanos de la Orden de S. Pablo Eremita. Pedimos para ellos el tesón en el acercamiento íntimo a Jesucristo, la gracia de la fidelidad, y la irradiación apostólica de su testimonio cristiano en nuestra bendita tierra de Extremadura.
Deseamos que cuanto el Emperador, y tantos otros antes y después, encontraron en el silencio de este claustro y en el ritmo de la oración y el trabajo de quienes lo habitaron en el transcurso del tiempo, sea claro estímulo para que otros beban de la fuente de la meditación y de la oración. Pedimos al Señor que la comunidad monástica que hoy recibimos contribuya a la renovación de este mundo que, con tener tantas cosas buenas porque es obra de Dios, no acaba de gustarnos a causa de las equivocadas manipulaciones humanas.
10.- En este Domingo cuarto de Cuaresma, insistiendo en la necesidad de la conversión para nuestro bien, y con unas entrañas contagiadas del amor de Dios a los hombres, San Pablo nos dice con palabras tan serias como llenas de ternura: “en nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2Cor 6, 2).Tenemos el camino preparado y el campo arado, porque “al que no había pecado (Cristo), Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios” (2Cor 5, 21).
Es verdaderamente consolador saber que el Señor nos espera. Más todavía: que el Señor nos busca. El Apocalipsis pone en labios de Jesucristo estas conmovedoras palabras: “estoy a la puerta y llamo” (Ap 3, 20).
Ante esta actitud admirable de Dios con nosotros el hombre consciente y agradecido exclama con las palabras de S. Pedro: “Señor ¿dónde iremos si tú tienes palabras de Vida eterna?”(Jn 6, 68).
Pidamos al Señor que nos conceda la gracia de tener el corazón abierto para saber acoger la luz de Cristo y el proyecto de vida que nos ofrece con la redención.
Agradezcamos a la Santísima Virgen María su cuidado maternal que nos mantiene cerca del Señor y abiertos a la salvación.
QUE ASÍ SEA 

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